18 octubre 2005

UN CLASICO MODERNO : THE END OF THE AFFAIR

No se puede negar que Neil Jordan tiene un penetrante sentido del ambiente. Incluso en el bodrio In dreams (1999) son disfrutables las secuencias iniciales en las que Annette Bening divaga por una hermosa campiña que no es todavía amenazadora, sino de cuento de hadas. El problema de Jordan han sido siempre las disparadas que se pega con los argumentos. Su otra cualidad, cuando el vértigo no termina por comérsele la película (fue un desastre en In dreams, algo soportable en La entrevista con el vampiro), es que sabe conducir y despertar frenesí.

En El ocaso de un amor (1999) retoma una novela de Graham Greene en la que un escritor (Ralph Fiennes) acaba por quitarle la mujer (Julianne Moore) a un quieto periodista (Stephen Rea), con tan mala suerte que ella muere de tuberculosis a los pocos meses, y bajo los cuidados de ambos hombres. En la mente de Greene, el novelista, se trata de un drama casi teológico. La existencia de dios, su presencia incuestionable y la posibilidad del milagro.

Este planteamiento está en el argumento de la película, pero no con toda la vitalidad que se merece. Es lo que enuncia la trama y los actores, pero no convence como fondo expresivo del director (quien carga la mano por otro lado). La película ocurre en la mente del escritor Maurice Bendrix (Fiennes) quien reconstruye su romance con Sarah Miles (Moore), un vulgar adulterio en realidad, desde varios puntos de vista. Su propia mirada, la mirada de un detective contratado, y la mirada de la mujer. Quizá para Greene la posibilidad del milagro está en las brechas que abren los diversos puntos de vista a la verdad certificada.

No hay duda que Jordan ha sabido llevar de manera muy efectiva el desarrollo poliédrico del argumento. Tal vez exagerando en lo elegante hasta asimilarse a la serie de películas de James Ivory. Pero lo más poderoso de este desarrollo yace no sólo en la sobria fenomenología de la historia vista desde varios lados, sino también en la firmeza de los actores. Se trata de tres actores cuya constitución física ilustra bien su crisis espiritual (y la crisis espiritual de la época: es el tiempo de la Segunda Guerra Mundial): ninguno demasiado bello, sino dolidos o neuróticos, pero todos a mucha altura y con mucha soltura.

El protagonista Bendrix "escribe" (es decir ve) una película de odio, en la que se trata de expulsar a dios, por incoherente. Su amante Sarah Miles traerá con su presencia, y su muerte, la posibilidad de reconciliación. Dios es un hecho producido, una acción, incluso en un caso poco heroico como lo es un adulterio. No conozco la novela de Greene, pero sospecho una más trágica puesta en escena de estos dilemas.

En cambio Jordan sale hasta cierto punto por la tangente, encargándose de detallar los encuentros sexuales de Bendrix y Miles, con acentuada tendencia a dar toques homoeróticos (nalgas y piernas de Fiennes detalladas). La condición de los encuentros roza lo naturalista en un tenor que han recreado películas como El último tango en Paris (Bertolucci, 1972), El tambor de hojalata (Schlondorf;1979) o Los amantes de María (Konchalovski, 1983). Un erotismo seco, asordinado, pero violento.

En efecto, el amor y la celotipia se confunden en la mente de Bendrix. El amor equivale a posesión rápida y febril. No hay contrafiguras "humanas" de ese amor, y molesta el egoísmo de este escritor que ni siquiera es ridiculizado como el El de Buñuel. En cierta medida El ocaso de un amor recorre en sentido contrario y solipsista la fábula de Ojos bien cerrados (Kubrick, 1999). En ésta la posesión se confunde en las historias y es una promesa de futuro (Nicole Kidman lo pide en la última secuencia). En El ocaso de un amor la posesión ha desfigurado el recorrido, ha establecido la esterilidad. Por eso la película puede leerse alegóricamente de varias maneras: la aridez de una época de guerra, la impotencia nacional irlandesa, la ceguera ante las propias potencias eróticas.