28 octubre 2006

Lost in Translation, un clásico moderno

Muy pocos directores norteamericanos contemporáneos son capaces de explorar y develar en toda su amplitud la riqueza interior, las contradicciones más íntimas de sus personajes. La guionista y directora Sofia Coppola es, sin dudas, una de esas excepciones.

Dueña de un fascinante mundo personal, de una sensibilidad que no sabe de excesos y de una gran elegancia para la puesta en escena, esta joven de 32 años consigue con su segundo largometraje una agridulce e inclasificable mirada sobre las relaciones humanas que es, al mismo tiempo, una comedia de enredos y un melodrama romántico, pero sin caer jamás en los lugares comunes ni en las convenciones fundacionales de ambos géneros.

"Perdidos en Tokio" ha sido comparada con otros films sobre encuentros casuales cargados de nostalgia, seducción y exotismo como "Antes del amanecer", de Richard Linklater, o "Con ánimo de amar", de Wong Kar-wai, pero Sofia Coppola evita el intelectualismo del primero y la carga romántica del segundo. Mucho más lejos aún queda la impronta sexual del "Ultimo tango en París", de Bernardo Bertolucci.

La directora confía en su poder de observación, en el poder sugestivo de la cámara manejada por el exquisito fotógrafo Lance Acord ("¿Quieres ser John Malkovich?", "Buffalo 66", "El ladrón de orquídeas") y en la ductilidad expresiva de sus dos protagonistas para dotar de verdad a cada mirada, a cada mínimo gesto y a cada silencio, y evitar así refugiarse en un típico guión made in Hollywood lleno de complicaciones, vueltas de tuerca y fuertes revelaciones.

El film es una pequeña obra de cámara sobre los distintos encuentros entre dos personajes tan atribulados como opuestos entre sí que alcanzan una extraña conexión, pero ambientada en medio de la artificialidad de un hotel cinco estrellas y de la inmensidad desoladora y alienante de una jungla de neón, cultura pop e insólitas costumbres, como la que a cada momento ofrece esa inmensa y desconcertante urbe que es Tokio.

Bob (el eximio Bill Murray) es una estrella de Hollywood que llega a Japón para ganarse con facilidad dos millones de dólares por encabezar la campaña publicitaria de un whisky y, según confesará, también para descansar de su desgastado matrimonio y de un hijo al que no le presta demasiada atención. Charlotte (la ascendente Scarlett Johansson), en cambio, es una joven graduada en Filosofía en Yale que arriba al mismo hotel acompañando a su desagradable marido (Giovanni Ribisi), un fotógrafo más interesado en retratar a estrellas de rock que de preocuparse por las cavilaciones de su esposa.

Las dos criaturas de Coppola se cruzan en el ascensor y en el bar del hotel, y pronto descubrirán que tienen mucho más en común que el jet lag, el insomnio y las horas que pasan haciendo zapping entre patéticos shows de la tevé japonesa: mientras ella atraviesa una crisis vocacional típica de los veinteañeros, él pasa por una más existencial propia de los hombres de 50 y pico, y mientras ella descubre cuán vacuos han sido sus dos años de casada él convive con las miserias y las hipocresías acumuladas durante 25 años de matrimonio.

No todos los pasajes ni las distintas aristas de "Perdidos en Tokio" alcanzan el mismo interés. Hay algunos gags físicos geniales pero innecesarios (como las desventuras de Bob en una sala de aparatos gimnásticos), hay algunos personajes secundarios que rozan el estereotipo caricaturesco (como el de la joven actriz californiana, una rubia tonta que remite a Britney Spears y Cameron Diaz) y ciertas ironías burlonas respecto de la sociedad japonesa que, si bien no llegan al prejuicio, caen por momentos en el pintoresquismo.

De todas formas, hay en "Perdidos en Tokio" algunos picos de un cine que llega a gran altura, como la escena en que Bob y Charlotte comparten la cama, pero no para caer en el facilismo de un fugaz encuentro sexual, sino para compartir una noche de complicidades, para confesarse los secretos y mentiras más profundos, para intentar encontrar un lugar en el mundo en el lugar más insólito del mundo. La realizadora prefiere la intensidad emocional al erotismo (sus manos apenas se rozan) para retratar toda la desesperación y la soledad de estas dos almas perdidas.

Esta historia de amor, que no necesita consumarse para emocionar, está trabajada con toda la delicadeza y ese refinado tono suave y sin efectismos que Coppola le imprime a su narración.

Murray logra otro de sus extraordinarios trabajos (como en "Hechizo del tiempo" o "Tres es multitud") para transmitir la vulnerabilidad y la frustración de su personaje, ya sea con una introvertida mirada o con su extravertida y sublime interpretación en un karaoke de "More than this", el melancólico himno de Roxy Music.

Aunque indudablemente es Murray el gran soporte y atractivo de la película, el trabajo de Johansson es también encomiable. Llena de matices y de pequeñas sorpresas, esta actriz de apenas 19 años consigue evitar -en favor del resultado final- que la película se convierta en un show unipersonal de Murray.

La fascinación y el desconcierto con que la cámara de Lance Acord descubre los exteriores de Tokio sintonizan a la perfección con la perplejidad que sienten las dos criaturas frente al estado de las cosas que les toca vivir, mientras que la exquisita banda sonora, que recorre canciones de pop, rock, música electrónica y melodías ambient, según los diferentes estados de ánimo de los protagonistas, es otro hallazgo de esta pequeña gema.

Así, tras su logrado debut con "Las vírgenes suicidas" y con esta notable continuación, esta cineasta demuestra que ya hace mucho tiempo dejó de ser "la hija de", incluso cuando su padre sea nada menos que Francis Ford Coppola