19 octubre 2006

El Laberinto del Fauno

No deja de resultar sorprendente que, varias décadas y docenas de películas después, la Guerra Civil Española y su inmediata posguerra puedan ser aún objeto de acercamientos impensados. Y todavía más lo es que quien haya abierto una inquietante, extraordinaria (en todos los sentidos) ventana fantástica sobre aquel mundo y aquellos tiempos sea un cineasta mexicano, sin duda alguna, el más capaz con que cuenta hoy el género para dotar a sus ficciones y sus personajes de un peculiar, persistente, hálito poético. Y si El espinazo del diablo ya resultaba la revisitación más sorprendente jamás realizada de la contienda civil, con su aire de absorbente western gótico poblado de fantasmas, ahora el maquis y sus represores se erigen en la excusa para un discurso no muy diferente, aunque indudablemente más ambicioso: aquí se trata de casar, sin fisura alguna, un tratamiento realista (la cruda represión a la guerrilla en los montes del norte español, a la altura de 1944) con el universo onírico en que vive una niña imaginativa (Ivana Baquero, un descubrimiento), a la que la presión de lo real le resulta sencillamente insoportable.

Desde ahí, Del Toro hilvana un cuento cruel por el que, como en El espinazo..., también campa un ogro terriblemente malvado (y no es el fauno del título, sino el impulsivo, siniestro capitán Vidal, un Sergi López que borda su papel de desalmado torturador), y en el que realidad y onirismo se funden en una comunión deslumbrante: el desparpajo con que Del Toro hace transitar a sus personajes de uno a otro mundo tiene algo de milagroso. Su imaginería visual, bien que en algún momento ligeramente pasada de registro (lo es casi todo lo que rodea la aparición del fauno), resulta no obstante casi siempre deslumbrante, desbordante; y su lección, impecable: en un mundo recorrido por la violencia, advierte Del Toro, ni siquiera existe la posibilidad de la reclusión en realidades paralelas... una sorprendente, negra premonición viniendo de quien viene.

Y a la postre, la película se erige en una soberana lección de cine bien hecho y medido, en el que los excesos quedan siempre a buen resguardo bajo el paraguas de la fábula, y donde el director jamás hace trampa: conviene no olvidar ninguno de los momentos que en el filme se van dando, porque en una coherencia que se antoja casi suicida, Del Toro no dejará de sorprender hasta el último, coherente, estremecedor plano de una película tocada indudablemente por la inspiración de un director en el mejor momento de su carrera.