Si una buena escena de persecución puede ser una clase magistral de cine, una película como Bourne: el ultimátum —que es una larga y extraordinaria persecución casi sin frenos ni pausas— puede considerarse, directamente, una obra maestra.
No se trata aquí, solamente, de alabar las habilidades técnicas del director Paul Greengrass y de su equipo en la construcción del filme. Como en la mejor arquitectura —o el mejor cine, claro— la factura técnica, los materiales y la estructura de la obra están perfectamente relacionados con el mundo que los contiene, con las ideas sobre ese mundo de sus creadores y con la particular situación dramática de los protagonistas.
Bourne es drama, aventura y política a través del movimiento. Los diálogos —pocos, necesarios— son reemplazados por miradas. La confusión del protagonista respecto a su identidad y a lo que sucede a su alrededor está transformada en un montaje abrupto, trepidante, un reencuadre constante, buscados desenfoques, rostros impenetrables y estética casi documental.
Ultimátum marca el cierre de la trilogía de Bourne (un Damon seco, eficiente, pétreo), un hombre que perdió su memoria y se descubre perseguido por agentes de la CIA, agencia de la que fue (¿es?) miembro. Aquí, debe llegar a lo profundo de un misterio existencial y político: ¿por qué lo persiguen? ¿quién lo transformó en la máquina de matar que es? ¿qué hizo él para merecerlo?
La película se construye como una larga persecución dividida en tres grandes partes y una más chica. Ninguna tendrá como objetivo a un "terrorista": son todas luchas internas entre la agencia y los que pretenden sacar a la luz un programa secreto que allí manejan. La primera transcurre en la estación de trenes de Waterloo, en Londres, y es una de esas lecciones que, al terminar, uno debería pararse y aplaudir.
Una segunda, más breve, transcurre en Madrid. La tercera es una combinación de persecución callejera y pelea a mano limpia en Tánger, que pone en escena aquella máxima de Hitchcock sobre lo difícil que es matar a un hombre. La última, cuando Bourne regresa a Nueva York a enfrentarse con su historia, tiene la mejor persecución automovilística de las últimas décadas.
Desde una mirada simple, uno podría ver el relato como la historia de un agente de la CIA con complejo de culpa. Pero si se relaciona la historia (tomada de una serie de novelas de Robert Ludlum sobre la Guerra Fría) con el mundo actual bien se puede advertir que se trata de una crítica más compleja a la forma cada vez más salvaje y menos reglamentada de esa agencia (y de los Estados Unidos) de manejar el planeta sin hacerse cargo de las consecuencias ni asumir responsabilidades.
Bourne remite tanto a películas como El embajador del miedo como a tramas de ciencia ficción propias de Philip K. Dick (Blade Runner) y hace que esa búsqueda de identidad se transforme en una cuestión personal y política. Pero Greengrass no está para discursos y, salvo alguna explicación necesaria, casi no hay tiempo aquí para conversaciones ni debates.
Como Michael Mann —o el mejor Scorsese—, Greengrass toma los códigos del cine de acción para forzar sus límites y hacerlos estallar en una forma casi abstracta de puro éxtasis kinético. Es una película impresionista, montada para transmitir sensaciones, pero jamás es caótica ni desorganizada. No procede por impacto ni atrapa con explosiones o resoluciones imposibles. Todo es creíble, brutal, implosivo.
Como un bebop cinematográfico, Bourne desarma la estructura rítmica del relato, altera sus "acordes", desafía las previsiones del espectador y lo mantiene en un estado de constante expectación. Película tensa, invasiva, furiosa y creativa, Bourne es una celebración del movimiento como una de las formas más bellas del arte
No se trata aquí, solamente, de alabar las habilidades técnicas del director Paul Greengrass y de su equipo en la construcción del filme. Como en la mejor arquitectura —o el mejor cine, claro— la factura técnica, los materiales y la estructura de la obra están perfectamente relacionados con el mundo que los contiene, con las ideas sobre ese mundo de sus creadores y con la particular situación dramática de los protagonistas.
Bourne es drama, aventura y política a través del movimiento. Los diálogos —pocos, necesarios— son reemplazados por miradas. La confusión del protagonista respecto a su identidad y a lo que sucede a su alrededor está transformada en un montaje abrupto, trepidante, un reencuadre constante, buscados desenfoques, rostros impenetrables y estética casi documental.
Ultimátum marca el cierre de la trilogía de Bourne (un Damon seco, eficiente, pétreo), un hombre que perdió su memoria y se descubre perseguido por agentes de la CIA, agencia de la que fue (¿es?) miembro. Aquí, debe llegar a lo profundo de un misterio existencial y político: ¿por qué lo persiguen? ¿quién lo transformó en la máquina de matar que es? ¿qué hizo él para merecerlo?
La película se construye como una larga persecución dividida en tres grandes partes y una más chica. Ninguna tendrá como objetivo a un "terrorista": son todas luchas internas entre la agencia y los que pretenden sacar a la luz un programa secreto que allí manejan. La primera transcurre en la estación de trenes de Waterloo, en Londres, y es una de esas lecciones que, al terminar, uno debería pararse y aplaudir.
Una segunda, más breve, transcurre en Madrid. La tercera es una combinación de persecución callejera y pelea a mano limpia en Tánger, que pone en escena aquella máxima de Hitchcock sobre lo difícil que es matar a un hombre. La última, cuando Bourne regresa a Nueva York a enfrentarse con su historia, tiene la mejor persecución automovilística de las últimas décadas.
Desde una mirada simple, uno podría ver el relato como la historia de un agente de la CIA con complejo de culpa. Pero si se relaciona la historia (tomada de una serie de novelas de Robert Ludlum sobre la Guerra Fría) con el mundo actual bien se puede advertir que se trata de una crítica más compleja a la forma cada vez más salvaje y menos reglamentada de esa agencia (y de los Estados Unidos) de manejar el planeta sin hacerse cargo de las consecuencias ni asumir responsabilidades.
Bourne remite tanto a películas como El embajador del miedo como a tramas de ciencia ficción propias de Philip K. Dick (Blade Runner) y hace que esa búsqueda de identidad se transforme en una cuestión personal y política. Pero Greengrass no está para discursos y, salvo alguna explicación necesaria, casi no hay tiempo aquí para conversaciones ni debates.
Como Michael Mann —o el mejor Scorsese—, Greengrass toma los códigos del cine de acción para forzar sus límites y hacerlos estallar en una forma casi abstracta de puro éxtasis kinético. Es una película impresionista, montada para transmitir sensaciones, pero jamás es caótica ni desorganizada. No procede por impacto ni atrapa con explosiones o resoluciones imposibles. Todo es creíble, brutal, implosivo.
Como un bebop cinematográfico, Bourne desarma la estructura rítmica del relato, altera sus "acordes", desafía las previsiones del espectador y lo mantiene en un estado de constante expectación. Película tensa, invasiva, furiosa y creativa, Bourne es una celebración del movimiento como una de las formas más bellas del arte