25 enero 2007

Dreamgirls : Un supremo escándalo

Estrenado en Broadway en 1981 y galardonado con seis premios Tony, Dreamgirls, musical con partitura de Henry Krieger y libreto de Tom Eyen, tenía alma de romanà clef sobre la trayectoria de las Supremes y forma de digest, más o menos didáctico, de la historia del sonido Motown y su asimilación por parte del público blanco. El resultado indignó, en su momento, a Diana Ross, fascinó a Mary Wilson (que se apropió del título para poner nombre a su libro de memorias) y hubiese sumido en la perplejidad a Florence Ballard (cuya contrafigura en la ficción corre una suerte, por así decirlo, más afín al determinismo redentor de Hollywood que a los catastróficos azares de la vida real).

Con la acción reubicada (de Chicago a Detroit), la poda de algunos temas y el añadido de cuatro nuevas canciones, el Dreamgirls de Bill Condon -que ya firmó un inteligente trabajo de adaptación en el Chicago (2002) de Rob Marshall- logra ser mucho más que una traducción modélica: puro espectáculo cinematográfico, generoso en alicientes hasta casi la extenuación, el trabajo de Condon trasciende el aliento nostálgico de la propuesta aportando nuevas claves a su juego referencial, mientras espolea pertinentes reflexiones sobre nuestras contemporáneas mecánicas del estrellato.

Dreamgirls contiene alguna escena embarazosa para todo aquel espectador alérgico al kitsch -el número musical Family, sin ir más lejos-, pero, también, uno de los momentos más desgarrados y arrebatadores que ha dado un género que, en los últimos años, ha estado más cerca de la impostura del karaoke que de la emoción desbordada: la interpretación del tema And I'm telling you I'm not going por parte de una Jennifer Hudson capaz de incendiar un entero complejo de multisalas con sus pulmones.

No parece casual, en el malintencionado tejido del reparto, que la Hudson haya sido concursante en American Idol. Ni tampoco que el papel de Deena Jones haya ido a parar a manos de Beyoncé Knowles: su Deena no sólo funciona como el eco de Diana Ross, sino también como espejo no siempre favorecedor de la propia Beyoncé, efigie, diva neoconservadora y superviviente de los malos rollos que hicieron de Destiny's child su plataforma de despegue.

Así funciona la estrategia de Condon, como un juego de ecos y guiños capaz de provocar al iniciado, mientras el resto de la platea sigue el contagioso ritmo (no sólo musical) de este (casi) perfecto objeto de seducción.