Escrita, dirigida, producida e interpretada por la misma persona (recordemos: Stallone también realizó el guión de la primera y fue doblemente candidato al Oscar, como escritor y como actor), Rocky Balboa huye del ridículo de la mayoría de las secuelas anteriores y mantiene cierta dignidad a pesar de que su personaje principal parece más un santo que un ex boxeador (da de comer gratis en su restaurante a un antiguo oponente; visita cada día la tumba de su mujer; aguanta lo inaguantable a su hijo; la castidad del viudo aún enamorado parece ser su lema...). Esta vez se elimina la reiteración de la segunda entrega, lo grotesco de la tercera, el patriotismo de la cuarta y el punto lacrimógeno de la quinta, pero le es imposible escapar de la banalidad de ciertos diálogos y de una actitud un tanto meliflua al describir las desventuras de su unidireccional héroe de cartón piedra (y no sólo por las operaciones de cirugía estética que apenas le permiten la capacidad gestual, algo que de todos modos nunca fue su fuerte).
En un momento en el que Hollywood se alimenta constantemente de la estrategia de la repetición, Stallone acude a una especie de pacto entre creador y espectador, en el que el primero parece pedir perdón al segundo por la calidad de las últimas secuelas.
Operación comercial o negocio nostálgico, el caso es que la película no decepcionará a los que aún recuerdan dónde y cuándo vieron Rocky por primera vez, sobre todo con la mítica subida por los escalones del Museo de Arte de Filadelfia al ritmo de la fanfarria de Bill Conti, escena que naturalmente se repite para regocijo de sus fanáticos