"Les tocó en suerte una época extraña. El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras (...)".
(Juan López y John Ward, Jorge Luis Borges)
En la sutil ironía borgeana, anteponer un rebatible "sin duda" a la palabra heroico, está el centro de la nueva película de Clint Eastwood. No se trata, en ninguno de los casos, de cuestionar el íntimo concepto de heroísmo, sino de preguntarse quién lo construye y difunde —en determinado momento histórico—, y para qué. Por eso, a pesar de las potentes, opresivas, sórdidas secuencias de la batalla de Iwo Jima, La conquista del honor no es un filme bélico ni antibélico. Su mirada crítica se posa sobre la vasta manipulación; acá, del gobierno norteamericano.
En febrero de 1945, tropas aliadas desembarcaron en las arenas volcánicas de Iwo Jima, defendida tenazmente por 22.000 japoneses enterrados en túneles y cuevas. La batalla, recreada con fotografía monocromática de tono ceniza —sólo alterado por el rojo vísceras— y contraluces que transforman a los soldados en fantasmas, duró más de un mes. Muchos antes, a los cinco días, seis marines lograron enarbolar una bandera norteamericana sobre el monte Suribachi. Por orden de un oficial, que quería un guardar un recuerdo, debieron repetir la escena con otra bandera y otros combatientes. El fotógrafo, Joe Rosenthal, captó captó la imagen: al día siguiente estaba en la portada de todos los diarios norteamericanos.
El gobierno, rápido de reflejos, retiró de la isla a esos hombres —inmortalizados por Rosenthal de espaldas— y los transformó en íconos de una guerra que, hasta entonces, no entusiasmaba a un pueblo recién salido de la Gran Depresión. Algunos candidatos a héroes habían muerto; los repatriados, del segundo izamiento, fueron tres: el enfermero John Bradley (Ryan Phillippe), cuyo punto de vista, atroz, hilvana las escenas de guerra; el introvertido indígena americano Ira Hayes (Adam Beach) y Rene Gagnon, amante del uniforme militar, que cumplió una mera función de mensajero. "No alcanza con ser héroe: hay que parecerlo", había bromeado antes del desembarco.
Más adelante los vemos a los tres trepando, otra vez, aquel terreno escarpado, sudando bajo los cascos, levantando la bandera en medio de explosiones. Pero luego la cámara sobrevuela el fuera de campo y entendemos que esta vez no se trata de la artillería japonesa, sino de fuegos artificiales norteamericanos. Están en un estadio deportivo de Chicago, ovacionados por una multitud. Obligados a remedar, casi en un show autoparódico, una escena trivial elevada —por decisión estatal— a imagen gloriosa. La línea que separa a héroes de marionetas es cada vez más delgada.
Eastwood, que a los 76 años sigue perfeccionando su rotundo vigor narrativo y un manejo impecable de los tempos cinematográficos, combina escenas de la batalla que sigue transcurriendo (al final hubo 7.000 muertos norteamericanos) y de la gira que deben hacer los tres sobrevivientes para publicitar la venta de bonos de guerra. Durante una cena honorífica, la cámara se posa sobre un postre que reproduce la cúspide del Suribachi: la imagen del izamiento se repite hasta en la comida.
De pronto, un mozo deja caer salsa de fresa sobre el postre: ese plano cercano, en medio del clima festivo, tiene más potencia que cierta retórica que más adelante va a subrayar lo que las imágenes muestran con vehemencia. "¿Es cierto que combatió a los japoneses con hachas?", le pregunta un alto oficial a Ira (gran composición de Beach), el más torturado de los "héroes". Esa frase combina el elogio ambiguo, la ironía y, por supuesto, la xenofobia.
El título original de la película es Flags of our fathers: el adecuado Banderas de nuestros padres. La historia está basada en un libro homónimo, escrito por el hijo de Bradley. La productora de Steven Spielberg compró los derechos para cine y éste confió en Eastwood para rodar el filme. No deja de ser curioso que un ex republicano, ícono del personaje duro norteamericano, haya sido encargado de poner en tela de juicio cierta mitología patriotera y el valor de los íconos.
Más: con vitalidad y talento envidiables, Eastwood filmó, paralelamente, Cartas desde Iwo Jima, versión japonesa de la batalla (nominada para el Oscar a mejor película). Este filme dialoga con La conquista... y conforma con ella un díptico cuya dimensión —tal vez de clásico— podrá evaluarse cuando Cartas... se estrene acá.
"Supongo que si uno ve ambos filmes juntos parecerán antipatrióticos", aclaró Eastwood. Hay que pensar que, más allá de adoptar el punto de vista enemigo en Cartas..., en La conquista... mostró el poder manipulador de una imagen. En un país que evitó los registros visuales de su invasión a Afganistán y que intentó ocultar fotos de marines torturando en cárceles de Irak. Al dejar testimonio en tiempos y lugares adversos, Eastwood demuestra que la valentía no siempre está vinculada con la violencia.
(Juan López y John Ward, Jorge Luis Borges)
En la sutil ironía borgeana, anteponer un rebatible "sin duda" a la palabra heroico, está el centro de la nueva película de Clint Eastwood. No se trata, en ninguno de los casos, de cuestionar el íntimo concepto de heroísmo, sino de preguntarse quién lo construye y difunde —en determinado momento histórico—, y para qué. Por eso, a pesar de las potentes, opresivas, sórdidas secuencias de la batalla de Iwo Jima, La conquista del honor no es un filme bélico ni antibélico. Su mirada crítica se posa sobre la vasta manipulación; acá, del gobierno norteamericano.
En febrero de 1945, tropas aliadas desembarcaron en las arenas volcánicas de Iwo Jima, defendida tenazmente por 22.000 japoneses enterrados en túneles y cuevas. La batalla, recreada con fotografía monocromática de tono ceniza —sólo alterado por el rojo vísceras— y contraluces que transforman a los soldados en fantasmas, duró más de un mes. Muchos antes, a los cinco días, seis marines lograron enarbolar una bandera norteamericana sobre el monte Suribachi. Por orden de un oficial, que quería un guardar un recuerdo, debieron repetir la escena con otra bandera y otros combatientes. El fotógrafo, Joe Rosenthal, captó captó la imagen: al día siguiente estaba en la portada de todos los diarios norteamericanos.
El gobierno, rápido de reflejos, retiró de la isla a esos hombres —inmortalizados por Rosenthal de espaldas— y los transformó en íconos de una guerra que, hasta entonces, no entusiasmaba a un pueblo recién salido de la Gran Depresión. Algunos candidatos a héroes habían muerto; los repatriados, del segundo izamiento, fueron tres: el enfermero John Bradley (Ryan Phillippe), cuyo punto de vista, atroz, hilvana las escenas de guerra; el introvertido indígena americano Ira Hayes (Adam Beach) y Rene Gagnon, amante del uniforme militar, que cumplió una mera función de mensajero. "No alcanza con ser héroe: hay que parecerlo", había bromeado antes del desembarco.
Más adelante los vemos a los tres trepando, otra vez, aquel terreno escarpado, sudando bajo los cascos, levantando la bandera en medio de explosiones. Pero luego la cámara sobrevuela el fuera de campo y entendemos que esta vez no se trata de la artillería japonesa, sino de fuegos artificiales norteamericanos. Están en un estadio deportivo de Chicago, ovacionados por una multitud. Obligados a remedar, casi en un show autoparódico, una escena trivial elevada —por decisión estatal— a imagen gloriosa. La línea que separa a héroes de marionetas es cada vez más delgada.
Eastwood, que a los 76 años sigue perfeccionando su rotundo vigor narrativo y un manejo impecable de los tempos cinematográficos, combina escenas de la batalla que sigue transcurriendo (al final hubo 7.000 muertos norteamericanos) y de la gira que deben hacer los tres sobrevivientes para publicitar la venta de bonos de guerra. Durante una cena honorífica, la cámara se posa sobre un postre que reproduce la cúspide del Suribachi: la imagen del izamiento se repite hasta en la comida.
De pronto, un mozo deja caer salsa de fresa sobre el postre: ese plano cercano, en medio del clima festivo, tiene más potencia que cierta retórica que más adelante va a subrayar lo que las imágenes muestran con vehemencia. "¿Es cierto que combatió a los japoneses con hachas?", le pregunta un alto oficial a Ira (gran composición de Beach), el más torturado de los "héroes". Esa frase combina el elogio ambiguo, la ironía y, por supuesto, la xenofobia.
El título original de la película es Flags of our fathers: el adecuado Banderas de nuestros padres. La historia está basada en un libro homónimo, escrito por el hijo de Bradley. La productora de Steven Spielberg compró los derechos para cine y éste confió en Eastwood para rodar el filme. No deja de ser curioso que un ex republicano, ícono del personaje duro norteamericano, haya sido encargado de poner en tela de juicio cierta mitología patriotera y el valor de los íconos.
Más: con vitalidad y talento envidiables, Eastwood filmó, paralelamente, Cartas desde Iwo Jima, versión japonesa de la batalla (nominada para el Oscar a mejor película). Este filme dialoga con La conquista... y conforma con ella un díptico cuya dimensión —tal vez de clásico— podrá evaluarse cuando Cartas... se estrene acá.
"Supongo que si uno ve ambos filmes juntos parecerán antipatrióticos", aclaró Eastwood. Hay que pensar que, más allá de adoptar el punto de vista enemigo en Cartas..., en La conquista... mostró el poder manipulador de una imagen. En un país que evitó los registros visuales de su invasión a Afganistán y que intentó ocultar fotos de marines torturando en cárceles de Irak. Al dejar testimonio en tiempos y lugares adversos, Eastwood demuestra que la valentía no siempre está vinculada con la violencia.