
Personalmente, y a pesar de los pesares, estoy convencido de que mereció la pena la rebelión de los esclavos burgueses contra la tiranía y la bendita toma de 'La Bastilla', aunque luego aquella reivindicativa conquista degenerara en corrupción y lucha por el poder y 'La Marsellesa' fuera utilizada por el voraz Napoleón para inundar duraderamente de sangre a medio planeta.

Confieso que no he apartado los ojos de la pantalla ni me he removido en la butaca a lo largo de dos horas, que encuentro admirable la reconstrucción estética de la Corte de Versalles, que está muy bien retratada la gozosa existencia cotidiana de esa gente tan cool que pasaba sus días bebiendo champán, fumando opio, metiéndose sustancias por su delicada nariz, empolvándose la jeta, colocándose pelucas, probándose ropa de alto diseño, coleccionando joyas y flores, escuchando ópera, bailando sofisticadamente, coqueteando incansablemente con resultados prácticos, chismorreando, manteniendo sagrados y ancestrales protocolos, viendo amanecer después de noches de juerga.
La directora está encantada con esa dorada época (para unos cuantos privilegiados, por supuesto) y se empeña en demostrarnos que, aunque pasen los siglos, la gente guapa siempre ha compartido idénticas aficiones lúdicas.

Está primorosamente descrita la evolución de esa princesita austriaca y naïf desde que sale del palacio de mamá obligada a casarse por razones de Estado con el atolondrado y medio impotente Delfín de Francia hasta que su mirada se despide con infinita melancolía en su presumible camino al cadalso.
También lo hace con agradecimiento hacia el mundo que inicialmente la desconcertó con su rígida etiqueta pero al que no le costó demasiado esfuerzo adaptarse y disfrutarlo hasta el éxtasis.
Y ya sé que la plebe que provocó la ruina de ese universo no incumbe a lo que pretende describir Sofía Coppola, que la cachorra no ha heredado el sentido crítico y la capacidad para bucear en las sombras que posee su ilustre padre, que de lo que de verdad entiende la nena es del snobismo ilustrado, pero cuando pienso posteriormente en María Antonieta descubro que me ha fascinado un poquito mientras la veía pero, también, que desprende una complacencia muy molesta en la frivolidad.

La gente ha salido embelesada o de mala leche, sin término medio. Unos con el convencimiento de que han sido testigos de una compleja obra maestra y otros de que han padecido un insufrible ejercicio de autocomplacencia. Yo no lo tengo claro, pero sé que los efectos de droga tan bien diseñada no son duraderos, que el bajón llega enseguida.