Menos condicionados por el efecto de satisfacción garantizada, tal vez los no-tan-fans cometan la herejía de advertir que, siendo tan buena como un buen episodio de la serie, Los Simpson, la película es menos buena de lo que podría ser. La razón es la misma que suele afectar a todo formato de frasco chico cuando se lo agranda, dando el típico resultado de que el todo termina resultando menos que la suma de las partes. Con un ejército de guionistas que orilla la docena –todos veteranos de la serie, incluyendo al creador Matt Groening y al productor James L. Brooks– hay aquí varios embriones de historias que bien podrían haberse desarrollado, pero tal como están no van más allá de la mera digresión. En esa suerte de narratius interruptus quedan boyando para siempre la campaña de Lisa por limpiar el lago Springfield, la extraña afección de Homero por un cerdo (no tan extraña, pensándolo bien), la melancolía matrimonial de Marge, un primer flechazo amoroso de la propia Lisa y cierto brote de nudismo urbano por parte de Bart.
Distraída en esos desvíos, a la historia central parecería darle cierta pereza hacer su aparición, como si los propios guionistas no estuvieran del todo convencidos de su peso específico. Cuando lo hace, oficializa el paulatino crecimiento del personaje de Homero, que en la serie lo llevó a pasar de secundario a protagonista. Es por culpa de una típica negligencia civil homeriana (tira al lago una pila de excrementos porcinos, que convierten a una ardilla caída en monstruo de mil ojos) que el Presidente Schwarzenegger, máxima autoridad de la Nación, decide poner en cuarentena a toda Springfield, instigado por el jefe de la Agencia de Protección al Medio Ambiente. Como su apellido lo indica (se llama Russ Cargill), éste no es otra cosa que un lobbysta, al servicio de las corporaciones privadas. Como su primera iniciativa (aislar a Springfield dentro de una enorme burbuja) falla, Mr. Cargill acude a su plan B. Y el plan B –que cuenta con el visto bueno de Mr. President– consiste en exterminar a toda la población.
¿Referencias al escándalo Enron, a la política presidencial de ataque preventivo, a la pareja Bush-Donald Rumsfeld, a la ocupación de Irak, todo ello en una película de dibujos animados? Quien se sorprenda será porque jamás vio Los Simpson, y también en esta corrosividad política la película está a la altura de la tradición instaurada por la serie. Como queda dicho, hay risas garantizadas y continuadas, gracias a los afiladísimos autocomentarios, punchlines, comentarios al margen y flash-gags, otras largas tradiciones que la película honra. Incluyendo el irresistible corto inicial a cargo de los geniales Itchy & Scratchy, que en un par de minutos levantan una fábula de alta corrosión, sangrienta versión contemporánea de Caín y Abel. Si hay alguna superación en relación con la serie es en términos de acabado estético y técnico, con sombras proyectadas, ruidos de pasos al caminar, atardeceres color malva y noches de cielos violáceos. Por suerte, a Groening & Co. ni se les cruzó por la cabeza sobredibujar fondos o ponerse a decorar cuadritos. Esto son Los Simpson, y Los Simpson siempre tuvieron demasiadas cosas para decir como para andar perdiendo tiempo en decoraciones, esteticismos y otros vicios por el estilo