Dear Wendy lleva la firma de Thomas Vinterberg, pero deja ver en muchos de sus aspectos la mano de su maestro (y cofundador del Dogma), Lars Von Trier. Suyo es el guión, que apunta entre la alegoría y la sátira a la fascinación que ejercen las armas en los Estados Unidos, aun entre un grupo de jóvenes que se declaran fervorosos pacifistas; suyo es el empeño por deconstruir sarcásticamente la cultura norteamericana; suya la voluntad un poco infantil de provocar (quizá sería mejor decir: de llamar la atención); suya las referencias fílmicas; suyos el empleo de un lenguaje simbólico más bien simplista, la ambientación artificiosa, la desmesurada pretensión.
En Dear Wendy no sólo se retoman ciertos temas de Dogville : también algunos de sus rasgos formales. Pero las ideas que en aquel film podían resultar provocadoras porque al menos venían engarzadas con alguna coherencia, aquí se superponen en un revoltijo incongruente y caprichoso, como si respondieran a la confusión adolescente de sus alienados personajes. Y son, por lo general, bastante elementales.
Fascinación de las armas
La renuncia al Dogma es obvia: una de las prohibiciones que imponía aquel voto era, precisamente, la exhibición de armas. Y aquí no sólo todo gira en torno de ellas sino que hasta se las convierte en personajes.
La presunta fábula moral habla de un imaginario pueblo minero del interior norteamericano, con algunos rasgos del viejo Far West. Allí Jamie Bell vuelve a ser, como en Billy Elliot , el hijo de un minero, pero en este caso su vocación no lo empuja a la danza sino al pacifismo. Hasta que alguien, otro adolescente igualmente gris que es su compañero de trabajo, le hace ver que el arma que él había conservado creyéndola un juguete es "de verdad", y descubre el amor. Saberse poseedor de ella (sin utilizarla, claro: es un pacifista) lo rescata. Se siente alguien, gana seguridad, deja de ser un perdedor.
El paso siguiente responde a la comprobación de que "ser pacifista con revólver es una idea demasiado buena como para no compartirla". Así, los dos convocan a otros jóvenes "marginales", entre ellos una huérfana y un parapléjico, para formar una sociedad secreta. A los Dandies (así se bautizan), que se reúnen en una mina abandonada para practicar sus rituales en torno del tiro y tienen prohibido exhibir sus respectivas armas, se unirá más tarde un joven homicida negro, cuya llegada genera conflictos que tienen que ver con los celos y la competencia. Pero un mal día deciden hacer de guardaespaldas de la vieja señora paranoica que crió al protagonista, lo que conduce a un inesperado enfrentamiento con la policía.
A las referencias obvias -el arma como objeto amoroso, un país acosado por el miedo, la violencia como parte inseparable de la condición humana que se vuelve más peligrosa cuanto más negada, etcétera-, y al esquematismo de la descripción de personajes y situación social se suma, pues, un desenlace tan desatinado y risible en su parodia caricaturesca de un duelo de western que ni siquiera puede aceptarse como muestra de una descontrolada ironía.
Es entre conmovedor y penoso comprobar cuánta convicción y profesionalismo pusieron los actores -los jóvenes, encabezados por el excelente Jamie Bell, y los adultos, entre los que aparece Bill Pullman-, en la elaboración de personajes tan frecuentemente expuestos al ridículo. Sólo esa convicción, la notable fotografía de Anthony Dod Mantle y cierta sensualidad con la que Vinterberg intenta atenuar el artificio de la historia merecen ser destacados. El empleo de la música, interesante en un comienzo, cuando se recurre a grabaciones de The Zombies, adhiere al final al despropósito general.
En Dear Wendy no sólo se retoman ciertos temas de Dogville : también algunos de sus rasgos formales. Pero las ideas que en aquel film podían resultar provocadoras porque al menos venían engarzadas con alguna coherencia, aquí se superponen en un revoltijo incongruente y caprichoso, como si respondieran a la confusión adolescente de sus alienados personajes. Y son, por lo general, bastante elementales.
Fascinación de las armas
La renuncia al Dogma es obvia: una de las prohibiciones que imponía aquel voto era, precisamente, la exhibición de armas. Y aquí no sólo todo gira en torno de ellas sino que hasta se las convierte en personajes.
La presunta fábula moral habla de un imaginario pueblo minero del interior norteamericano, con algunos rasgos del viejo Far West. Allí Jamie Bell vuelve a ser, como en Billy Elliot , el hijo de un minero, pero en este caso su vocación no lo empuja a la danza sino al pacifismo. Hasta que alguien, otro adolescente igualmente gris que es su compañero de trabajo, le hace ver que el arma que él había conservado creyéndola un juguete es "de verdad", y descubre el amor. Saberse poseedor de ella (sin utilizarla, claro: es un pacifista) lo rescata. Se siente alguien, gana seguridad, deja de ser un perdedor.
El paso siguiente responde a la comprobación de que "ser pacifista con revólver es una idea demasiado buena como para no compartirla". Así, los dos convocan a otros jóvenes "marginales", entre ellos una huérfana y un parapléjico, para formar una sociedad secreta. A los Dandies (así se bautizan), que se reúnen en una mina abandonada para practicar sus rituales en torno del tiro y tienen prohibido exhibir sus respectivas armas, se unirá más tarde un joven homicida negro, cuya llegada genera conflictos que tienen que ver con los celos y la competencia. Pero un mal día deciden hacer de guardaespaldas de la vieja señora paranoica que crió al protagonista, lo que conduce a un inesperado enfrentamiento con la policía.
A las referencias obvias -el arma como objeto amoroso, un país acosado por el miedo, la violencia como parte inseparable de la condición humana que se vuelve más peligrosa cuanto más negada, etcétera-, y al esquematismo de la descripción de personajes y situación social se suma, pues, un desenlace tan desatinado y risible en su parodia caricaturesca de un duelo de western que ni siquiera puede aceptarse como muestra de una descontrolada ironía.
Es entre conmovedor y penoso comprobar cuánta convicción y profesionalismo pusieron los actores -los jóvenes, encabezados por el excelente Jamie Bell, y los adultos, entre los que aparece Bill Pullman-, en la elaboración de personajes tan frecuentemente expuestos al ridículo. Sólo esa convicción, la notable fotografía de Anthony Dod Mantle y cierta sensualidad con la que Vinterberg intenta atenuar el artificio de la historia merecen ser destacados. El empleo de la música, interesante en un comienzo, cuando se recurre a grabaciones de The Zombies, adhiere al final al despropósito general.