Su fama creció de manera póstuma y extraordinaria, si se quiere un contrasentido teniendo en cuenta una filmografía que, abundante en obras y apariciones menores, se sustenta en tan sólo tres largometrajes, uno de ellos estrenado luego de su muerte en un accidente de automóvil el 30 de setiembre de 1955.
Y es todavía más llamativo por el hecho que, a esta altura, un par de películas inspiradas por su biografía e incontables documentales, superan en cantidad a todo lo que hizo en vida.
Claro que, por otra parte, se cumplen algunos de los crueles requisitos que suelen marcar el sello del ídolo, empezando por la desaparición violenta y prematura —tenía 24 años— y un estilo interpretativo que representaba y definía a su época, una forma de actuar con la marca atormentada estampada en el rostro. Y propicia a silencios y miradas de soslayo interrumpidas por accesos de ira o de pasión.
Era el hijo de un técnico dental con el que vivió en Indiana y California, para luego ser criado por parientes en una granja de Iowa. Estudió interpretación en Los Angeles, apareció con diversos grupos teatrales y, después de mudarse a New York, se perfeccionó en el mítico Actor's Studio.
Hizo innumerables apariciones en TV y alguna en la escena de Broadway en El Inmoralista, que lo llevó a una prueba en la Warner y a su curiosa presencia en Hollywood. Donde actuó en papeles ínfimos en tres o cuatro películas para luego saltar, casi de la noche a la mañana, a la fama y la admiración.
En el transcurso de un año era una estrella, primero por la que para muchos es la mejor de sus obras, la formidable y conmovedora Al Este del Paraíso (1955, Elia Kazan). Allí era Cal Trask, que competía con un hermano por el amor de un padre severo. Y el talento lo acompañaba en un elenco extraordinario con Raymond Massey, Julie Harris y Jo Van Fleet para la primera nominación al Oscar que obtendría Dean.
El segundo filme, aunque limitado en sus propuestas artísticas, reforzó su notoriedad desde un título que parecía casi una declaración de derechos o una definición del actor. En Rebelde sin causa (1955, Nicholas Ray), su Jim Stark semejaba un resumen de las iras, frustraciones y estallidos de la generación de posguerra. Una serie de circunstancias dramáticas matizadas con el romance (dentro y fuera de la pantalla) con la hermosísima Natalie Wood.
Para fin de año, James Dean había muerto mientras manejaba su Porsche rumbo a una carrera en Salinas. Recién en la temporada siguiente —con una repercusión acrecentada por el morbo y los incontables artículos en las revistas del espectáculo— se estrenaba Gigante, que como las dos previas disponía de un gran director (1956, George Stevens) y un elenco de lujo, con Elizabeth Taylor, Rock Hudson y Carroll Baker junto a Dean, nuevamente nominado al Oscar. Ya se señaló en su tiempo que la actuación de James Dean fue dispar, en realidad poco convincente con un maquillaje de viejo como el pérfido Jett Rink. Pero su popularidad no menguó por ello y ha seguido creciendo según pasan los años
Y es todavía más llamativo por el hecho que, a esta altura, un par de películas inspiradas por su biografía e incontables documentales, superan en cantidad a todo lo que hizo en vida.
Claro que, por otra parte, se cumplen algunos de los crueles requisitos que suelen marcar el sello del ídolo, empezando por la desaparición violenta y prematura —tenía 24 años— y un estilo interpretativo que representaba y definía a su época, una forma de actuar con la marca atormentada estampada en el rostro. Y propicia a silencios y miradas de soslayo interrumpidas por accesos de ira o de pasión.
Era el hijo de un técnico dental con el que vivió en Indiana y California, para luego ser criado por parientes en una granja de Iowa. Estudió interpretación en Los Angeles, apareció con diversos grupos teatrales y, después de mudarse a New York, se perfeccionó en el mítico Actor's Studio.
Hizo innumerables apariciones en TV y alguna en la escena de Broadway en El Inmoralista, que lo llevó a una prueba en la Warner y a su curiosa presencia en Hollywood. Donde actuó en papeles ínfimos en tres o cuatro películas para luego saltar, casi de la noche a la mañana, a la fama y la admiración.
En el transcurso de un año era una estrella, primero por la que para muchos es la mejor de sus obras, la formidable y conmovedora Al Este del Paraíso (1955, Elia Kazan). Allí era Cal Trask, que competía con un hermano por el amor de un padre severo. Y el talento lo acompañaba en un elenco extraordinario con Raymond Massey, Julie Harris y Jo Van Fleet para la primera nominación al Oscar que obtendría Dean.
El segundo filme, aunque limitado en sus propuestas artísticas, reforzó su notoriedad desde un título que parecía casi una declaración de derechos o una definición del actor. En Rebelde sin causa (1955, Nicholas Ray), su Jim Stark semejaba un resumen de las iras, frustraciones y estallidos de la generación de posguerra. Una serie de circunstancias dramáticas matizadas con el romance (dentro y fuera de la pantalla) con la hermosísima Natalie Wood.
Para fin de año, James Dean había muerto mientras manejaba su Porsche rumbo a una carrera en Salinas. Recién en la temporada siguiente —con una repercusión acrecentada por el morbo y los incontables artículos en las revistas del espectáculo— se estrenaba Gigante, que como las dos previas disponía de un gran director (1956, George Stevens) y un elenco de lujo, con Elizabeth Taylor, Rock Hudson y Carroll Baker junto a Dean, nuevamente nominado al Oscar. Ya se señaló en su tiempo que la actuación de James Dean fue dispar, en realidad poco convincente con un maquillaje de viejo como el pérfido Jett Rink. Pero su popularidad no menguó por ello y ha seguido creciendo según pasan los años