Con la proyección de "The Constant Gardener" una de las películas más esperadas, quedó vista para sentencia la Mostra de Venecia. El jurado dispone hoy de un margen de maniobra aparentemente estrecho: Buenas noches y buena suerte, de George Clooney, representa la sobriedad elegante; Brokeback Mountain, de Ang Lee, la originalidad y el sentimiento; The Constant Gardener, un escalón por debajo de las dos anteriores, podría constituir una alternativa gracias a la exuberancia visual y el interés de la trama. Más allá de esas tres obras se abre un páramo de piezas simplemente correctas, experimentos fallidos y academicismos indigestos.
Pero The Constant Gardener enseña una lección ya bastante bien sabida. Que nada es lo que parece, que el mal siempre se abre paso, que la "razón de Estado" suele encubrir intereses repugnantes, que la injusticia es la única moneda que nunca se devalúa. La película final constituye, pues, una apropiada introducción a las deliberaciones de cualquier jurado. Otra consideración que hay que tener en cuenta se relaciona con el virtuosismo técnico. Los profesionales del cine tienden a valorar las virguerías de la cámara, los encuadres complejos, las secuencias bien enlazadas, perdiendo a veces de vista que todo eso sirve de poco si no hay historia que contar o si la historia no se cuenta con eficacia. Cuando uno, por un mal momento o por lo que sea, relee unas cuantas poesías de José de Campoamor, tiene la misma sensación que se tiene a veces en la Mostra. La métrica es buena, la rima es buena, las poesías no tienen el menor interés.
La película de Meirelles abusa del ritmo y la estética del video-clip. Mucha cámara de mano, mucha epilepsia del camarógrafo, mucho color quemado y un montaje de vértigo, características ya presentes en Ciudad de Dios, la anterior obra del cineasta brasileño. También padece de zigzagueo narrativo: a ratos historia de amor, a ratos thriller político, a ratos documental sobre África, la historia da a veces la impresión de correr muy deprisa hacia ninguna parte. El propio Meirelles admite ignorar todavía en qué género se ha desenvuelto, lo cual le honra. Tanta irregularidad queda compensada por el magnetismo del conjunto.
The Constant Gardener se bebe como agua y deja en el espectador una cierta sensación de haber visto realidad. No verdad, porque esa es una palabra demasiado rotunda. Los abusos de la industria farmacéutica, la inmoralidad diplomática, la explotación de los africanos y de sus vidas baratísimas, la cobardía de todos nosotros: simple realidad. Habría sido magnífico un final más verosímil, pero no se puede pedir todo.
En la última jornada también se proyectó La segunda noche de bodas, del italiano Pupi Avati, que, como Cristina Comencini el día antes, adapta una novela propia. Se trata de una historia de amor tenue y tardío en una aldea de la posguerra, no exenta de ternura ni de gracia. Avati es un insigne veterano, autor de una filmografía amplia e irregular, y posee la maestría necesaria para salir con bien de un rodaje. El problema es atreverse con algo como La segunda noche de bodas. Las miserias de la posguerra, el mundo rural, la maledicencia, las pequeñas mezquindades y la magia del amor fueron los materiales con que una gran generación de cineastas italianos construyó una larguísima serie de maravillas agridulces. Inevitablemente, uno piensa que La segunda noche de bodas le habría salido mejor a Vittorio de Sica