Invictus empieza con Mandela recién llegado al poder -tras haber estado 27 años en prisión- en un país dividido por los efectos del apartheid (representado, en la secuencia inicial, por una partido de fútbol entre negros y uno de rugby entre blancos, rejas de por medio). Freeman se muestra natural y solvente, aunque en este tipo de papeles -personaje histórico encarnado por actor ultrafamoso- el espectador termina juzgando la capacidad de mímesis más que la creatividad interpretativa.
Algo similar ocurre con la inevitable comparación entre los hechos reales y su "traducción" ficcional: otro elemento distractivo de lo puramente cinematográfico. El Mandela de Freeman, a pesar de su soltura, es un Mandela para la canonización. Muchos lo justifican sosteniendo que el verdadero es y fue exactamente así. No importa. El problema es que el tratamiento canónico de un personaje lo torna unidimensional, tedioso, carente de nervio. El protagonista de Invictus, más allá de su soledad personal, casi carece de contradicciones; puede generar admiración y respeto de prócer, pero no empatía.
El nudo de la historia, narrada con fluida sobriedad, es la necesidad de apoyo (esquivo, por parte de la mayoría negra) a Los Springboks en el Mundial. Y la búsqueda de un resultado que "unifique" al país. El Mandela versión Eastwood, a pesar de sus padecimientos pasados, opta por la tolerancia, el perdón y, tal vez, el olvido (posición al menos discutible). Pienaar -un correcto Damon- arrastra los prejuicios de su familia blanca, pero recibe y comprende y se motiva con la "lección de tolerancia".
Es sintomático que la subtrama más interesante, la más tensa, la menos subrayada, sea la que enfrenta a personajes anónimos: a los custodios blancos y negros de Mandela. El resto es una historia (la Historia) filmada con procedimientos correctos, rematada en escenas deportivas logradas aunque grandilocuentes, que avanza hacia lo que presagiamos, imaginamos o, peor, conocemos