Hacía ya cuatro años que Clint Eastwood no aparecía en cámara y su regreso no tanto como director –porque ha estado más activo que nunca– sino como protagonista de Gran Torino debe ser entendido como lo que es: como una declaración íntima sobre su cine y su figura, una suerte de testamento en el que pone una fuerte carga de emoción personal, al mismo tiempo que se permite jugar no sólo con sus propios prejuicios y contradicciones políticas sino también con los del espectador, que todavía sigue identificando a Eastwood con aquel detective de gatillo fácil que fue Harry el Sucio. Obra engañosamente simple, el sobrio clasicismo formal y la absoluta transparencia narrativa de Gran Torino no deberían ocultar los distintos niveles de lectura de un film que habla a la vez de persona y personaje y que trabaja sobre el imaginario colectivo que el propio actor y director fue forjando a lo largo de casi cuatro décadas, en un cuerpo de obra de un temperamento y una solidez únicos en el panorama del cine estadounidense contemporáneo.
El núcleo argumental no podría ser más llano. Walter Kowalski (Eastwood) es un viejo solitario y gruñón, al que le huye incluso su propia familia (de una mediocridad, por otra parte, que la película se ocupa de desnudar en apenas un par de planos). Walt acaba de enviudar, pero se resiste a abandonar la típica casa del suburbio en la que transcurrió toda su vida. Veterano condecorado de la guerra de Corea y orgulloso de haber servido en la planta de montaje de Ford, Kowalski no es precisamente uno de esos jubilados que ven pasar el final de sus días en un geriátrico de Miami. El elige, en cambio, sentarse a tomar cerveza en el porche de su casa, bajo la sombra de las barras y estrellas de la bandera estadounidense que ondea sobre su cabeza, mientras maldice a todo lo que lo rodea, particularmente a los inmigrantes –la mayoría orientales– que han hecho de ese suburbio de Detroit una suerte de última frontera, en la visión racista y xenófoba de Kowalski.
Pero una serie de incidentes –primero banales, luego cada vez más graves y violentos– relacionados con sus vecinos directos, una familia del sudeste asiático de origen hmong irá paulatinamente poniendo en crisis ciertas certezas de Kowalski. Por la naturaleza misma del film, que no especula con el suspenso pero que, sin embargo, va develando sus estratos poco a poco, no conviene avanzar demasiado en la revelación del argumento. Baste con decir que, en una compleja simbiosis, Kowalski se convertirá –sin proponérselo– en la figura paterna ausente en la familia hmong, al mismo tiempo que será inadvertidamente adoptado por los habitantes de un barrio a los que él consideraba lisa y llanamente sus enemigos.
No hay nada de blando o sentimental, sin embargo, en Gran Torino. El cine de Eastwood nunca lo fue y su nueva película tampoco lo es. Sus escenas son cortas, eficaces, punzantes. El lenguaje es crudo, el tono es seco y en su totalidad da la impresión de que la película es tan ajustada que no le falta ni le sobra un solo plano. Hay bastante humor incluso en el primer tercio del film, cuando Eastwood se filma a sí mismo sin ninguna condescendencia, riéndose no tanto de los males propios de su edad (Clint está por cumplir 79) sino más bien de su pregonado malhumor y misantropía. Pero progresivamente el film va sumando capas a esa superficie, hasta darle a Gran Torino una dimensión y una nobleza que sólo puede encontrar un equivalente en el último cine del maestro John Ford.
La relación de Kowalski con el párroco local es eminentemente fordiana: mientras le hable apenas como un cura que lo quiere sumar a su rebaño, Walt no sólo lo desprecia, también lo humilla. “Quise encomendarme a Dios, pero llamé y nadie contestó”, se burla Kowalski cuando el cura le pregunta por una situación de peligro que atraviesa el protagonista. Pero cuando ese párroco –de aspecto deliberadamente irlandés, como tantos personajes de Ford– se decide a dejar la monserga de la iglesia y le habla de igual a igual, dejando el púlpito y la sotana de lado, allí Kowalski lo deja entrar a su casa y le permite que lo llame Walt.
Hay mucho del último Ford, también, en la capacidad que tiene aquí Eastwood de reconocer al Otro, a aquel que supuestamente estaba en sus antípodas. Si Cartas de Iwo Jima, su perspectiva de la Segunda Guerra Mundial desde el punto de vista japonés, viene a ser su Cheyenne Autumn, donde Ford narraba la epopeya del indio perseguido, Gran Torino viene a reforzar esa intención de ponerse del otro lado del espejo, de ver con otros ojos, sin dejar nunca de ser él mismo.
También, simultáneamente, como Ford lo hizo en Un tiro en la noche y el propio Eastwood en La conquista del honor, Gran Torino se pregunta por la naturaleza del héroe, esa figura mítica y fundante del cine estadounidense. ¿Qué es un héroe? ¿De qué está hecho? ¿La violencia es inherente a sus actos? En Los imperdonables, Eastwood ya había esbozado algunas respuestas y aquí, cuando parece que va a repetirlas –hasta hay una despedida, en la barbería, que parece de western– de pronto el actor/director/personaje sorprende con una vuelta de tuerca que resignifica todo el conjunto.
Film sabio y sereno, Gran Torino –el título alude a un emblemático modelo ’72 de Ford que Kowalski atesora en su garaje y que será su legado, como si a su vez aludiera a la herencia que él recibió de John Ford– fue completamente ignorado en la última ceremonia del Oscar, para la que no consiguió ni una sola nominación. A diferencia del impostado dramatismo de Río Místico, por ejemplo, no es la clase de película que se gana el fervor de la Academia de Hollywood. Pero en su sencillez y laconismo, hay aquí madera de una nobleza que hará de Gran Torino uno de los títulos más icónicos y perdurables de Clint Eastwood