Antes de seguir con Brokeback mountain conviene hacer un inciso. Uno de los actores protagonistas es Heath Ledger, tan ubicuo en la Mostra como la policía o los bocadillos resecos: figura en el reparto de dos obras en concurso, la de Ang Lee y Los hermanos Grimm, de Terry Gilliam, y, fuera de competición, en el Casanova de Lasse Hallstroem. En Brokeback mountain está supremo. No es fácil encarnar a un joven cowboy huérfano, lacónico y áspero que se enamora de un colega; no es fácil para un australiano hacerse con el acento del Medio Oeste americano; no es fácil expresar a la vez ternura y hosquedad. Ledger, al que a partir de este año hay que considerar como grandísimo, consigue todo eso con aparente sencillez. Jake Gyllenhaal, el actor que asume el papel del otro amante, le da la réplica sin desmerecer.
Volvamos a la película: el espectador se la lleva en el estómago. También se lleva, sin embargo, una reflexión inquietante en la cabeza. Una reflexión sobre los límites de la libertad creativa y sobre la época de los productores tiránicos, allá por los cuarenta y cincuenta, cuando en las cabinas de montaje se sentaba junto al director un sicario con un hacha dedicado a cortar metros de película. A Miguel Ángel le impusieron el formato, el diseño y los colores cuando le tocó decorar un caserón vaticano, y le salió la Capilla Sixtina. Genios como John Ford tuvieron siempre sobre la chepa al sicario del productor con el hacha a punto. Un hachazo de media hora no le habría ido nada mal a Brokeback mountain. Se trata de la adaptación de un relato corto de Annie Proulx publicado en 1997 por la revista New Yorker, y si Proulx pudo contar su historia en 20 folios, cabe preguntarse por qué Ang Lee necesita dos horas y cuarto. Debió dolerle tirar a la papelera un puñado de escenas hermosas (todas lo son): esa benevolencia con su propio trabajo dejó en la película algunas arrugas evitables.
En cualquier caso, al margen de la exuberancia excesiva del metraje, hablamos de cine potente, bañado en una luz maravillosa (la fotografía es de Rodrigo Prieto), ajeno a sensiblerías y con la carga alcohólica de un bourbon casero. Ang Lee se llevó un montón de premios con El tigre y el dragón. Brokeback mountain (que no se le parece en nada) es más difícil, pero es mejor.
Quienes sigan con asiduidad los programas de la televisión japonesa o, en su defecto, se hayan enganchado a los tiroteos sarcásticos que caracterizan la obra de Takeshi Kitano, entenderán la broma oculta en Takeshis. Debía haber bastantes de ésos ayer en el cine, porque se escucharon aplausos antes y después de la proyección. El director de la Mostra, Marco Müller, también debe estar enganchado a Kitano, porque le rindió un sentido homenaje público.
Takeshi Kitano es un hombre de múltiples talentos: escritor, humorista, dibujante, actor y cineasta salvaje, hábil en la parodia y en la factura de películas de violencia irónica. El problema de Takeshis, un filme en el que Kitano interpreta la caricatura de sí mismo, la caricatura de sus personajes y la caricatura de su público, es que parodia una parodia.
El propio artista reconoce que Takeshis es difícil y que los productores tardaron mucho tiempo en aceptar el proyecto. El resultado es una broma extraña y apta sólo para iniciados en el universo de Kitano. Como todas las bromas, puede resultar graciosa o irritante. Teniendo en cuenta que entrar en un cine cuesta dinero, la obra es más bien pesada.
cortesia : El País - España