De Demi Moore a Bruce Willis, pasando por Melanie Griffith, Meg Ryan, Meryl Streep, Glenn Close, Susan Sarandon y Emma Thompson (a las primeras se las conceptúa con la frase "demasiada cirugía" y a las demás como "brujas", salvo a Sarandon y Thompson, calificadas como "bruja de izquierdas" y "bruja británica"), intocables y menos intocables de Hollywood pasan por el rodillo de Amy Heckerling, guionista y directora evidente conocedora del medio en el que se mueve, que en Clueless (1995) ya analizó con suficiente pimienta a la primera generación adolescente poseedora de teléfono móvil. Así, el Prozac, el Vicodin, el Botox, el implante capilar, los rayos uva, el arribismo laboral y la prohibición de la referencia a la edad de las personas son los protagonistas de este filme.
Sin embargo, donde le es imposible apartarse de la medianía habitual es en la parte romántica de la historia. A pesar de los esfuerzos de una recuperada Michelle Pfeiffer (su bajón profesional en la última década es digno de análisis), la relación sentimental entre, según la película, la cuarentona corta y el veinteañero largo (aquí la ficción también miente, pues Michelle tiene 49 años y Paul Rudd, 38) carece del menor interés. Rudd está tan encantador como suele (en la línea del icono homosexual que interpretó en The object of my affection), pero en el idilio nunca llega a haber un conflicto serio y las aptitudes de ambos durante el romance se acercan más a lo pusilánime que a lo simpático. De modo que I could never be your woman se olvida al minuto, como las revistas, pero si se mira con la suficiente sorna, incluso se puede pasar un buen rato.