17 agosto 2006

La Condesa Blanca

Si Dios le da pan a quien no tiene dientes, a Todd Jackson le ha dado una sensibilidad, un sentido de la ubicación y un don diplomático que le hacen sobrellevar su ceguera con la mayor entereza. Todd está en la convulsionada Shanghai de 1936, a poco de la invasión japonesa, con una idea fija. Ex diplomático norteamericano, su sueño, no tan módico viendo la realidad cosmopolita de la ciudad china, es abrir un bar. Y se obsesiona con que Sofia Belinskya sea la figura, el leit motiv del lugar.

Sofia es la condesa blanca del título, una emigrada de Rusia por la Revolución de octubre, que (sobre)vive casi en la pobreza con su familia en el exilio chino. Sofia se gana la vida bailando en un bar de buena o mala muerte, con clientes que sacan número para danzar... Cuando Sofia necesita más dinero para comer, ya sabe qué hacer.

No es La condesa blanca una película extraña a la filosofía de James Ivory. El director de Lo que queda del día y Un amor en Florencia se mueve a gusto en ambientes exóticos o refinados, con personajes que sufren más por lo que callan que por lo que hacen. Y Todd (un atildado Ralph Fiennes, quien está casi todo el tiempo en pantalla y llevando sobre sus hombros el mayor peso de la historia) tiene mucho por decir, bastante a Sofia y otro tanto a ciertos personajes enigmáticos (como Matsuda, un nipón que es algo así como Atila pero de saco y corbata) que enriquecen la trama anecdótica del filme.

Porque Ivory, en su última colaboración con su productor Ismail Merchant, quien murió poco antes de terminar la película, vuelve a hablar de lo mismo de siempre: el desamor, la necesidad de dar más que de recibir, la confianza, el entregarse sin mirar ni medir consecuencias.

Como siempre, la reconstrucción de época es impecable, realizada completamente en Shanghai, mucho en interiores de estudios, ya que la ciudad, hoy prácticamente moderna, es el puerto de entrada de Occidente. Ivory tiene un gusto refinado hasta para mostrar la miseria de la familia rusa.

Pero el gran acierto es en la elección y dirección de los intérpretes. Natasha Richardson tiene un ángel y una delicadeza que parece que puede quebrarse a cada instante. Elegir a su madre Vanessa Redgrave y a su tía Lynn Redgrave para completar su familia fue otro acierto dentro de una película, por momentos, exquisita.