Cuando Bela Lugosi murió, el 16 de agosto de 1956, en Los Angeles, era apenas un pálido recuerdo de aquel actor que, muchos años antes había compuesto al conde Drácula en la primera versión sonora del personaje. Dicen que su corazón se detuvo en un paréntesis del rodaje de "Plan 9 del espacio sideral", la película de Ed Wood Jr. que tiempo después fue considerada como "la peor de la historia del cine".
Increíble. A los 73 años, el actor de origen húngaro elegido por Hollywood para ser el mítico vampiro a las órdenes del maestro Tod Browning, en reemplazo de Lon Chaney (que sufría de cáncer a la hora de tener que interpretar aquel papel), estaba destruido moral y físicamente. En realidad, víctima de sus propias debilidades y de las presiones del medio, Lugosi estaba convencido de que era, en realidad, el mismísimo conde Drácula.
Terrible. En las década del 40, Lugosi apareció una y otra vez en películas de terror componiendo a seres monstruosos o científicos capaces de experimentos diabólicos, primero en serio, finalmente en broma, en parodias que ya entonces eran consideradas como ridículas y menores. De aquella figura con rostro blanco resplandeciente y pelo engominado a lo Carlitos Gardel, quedaba poco y nada. Dicen que en sus tiempos de gloria, los estudios Universal se habían asegurado, por contrato, que Lugosi se presentara en el Teatro Chino de Grauman, en el corazón de Hollywood, vestido como Drácula, a veces acompañado por un chimpancé, incluso a que concertara entrevistas dentro de un ataúd similar al usado en la película que lo había consagrado. Dicen que fracasó al menos en sus tres primeros matrimonios (uno de unos pocos días), y que en su desesperación, entre otras cosas por sentirse condenado a ser Drácula de por vida, devino alcohólico. Intentó recuperarse de su adicción recurriendo a un método clínico que requería consumo de morfina. Las crónicas de la época explican que el tratamiento de su dependencia le provocó otra aún peor, que lo llevó definitivamente a un estado de alucinación permanente. “I’m Dracula”, se le escuchaba declamar en plazas, ya de noche, en soledad, luciendo la capa de satén, negra por fuera y roja por dentro, que le había dado tantas satisfacciones un cuarto de siglo atrás. Seguramente estaba cerca de él cuando fue encontrado muerto, sentado en una silla, víctima de un infarto, la misma capa con la que fue velado, y cremado un día después de su muerte en el Holly Cross Cemetery de Culver City, California, el 16 de agosto de 1956.
Sus ultimas palabras seguramente fueron “I’m Drac---ula, I bid you welcome”, el momento más hermoso de su carrera como actor.
Del éxito a la decadencia
Béla Lugosi era el nombre artístico de Béla Ferenc Dezsö Blasco, tal como había nacido el 20 de octubre de 1882, en el pueblo austro-húngaro de Lugosj, en Transilvania, actualmente Rumania. Era el más pequeño de cuatro hermanos, hijo de un banquero local. Fue teniente de infantería en la Primera Guerra Mundial, y ya de vuelta se casó y comenzó allí mismo su carrera como actor. En 1918, cuando tuvo la idea de organizar un sindicato poco antes de la derrota comunista en la zona, tuvo que escapar con rumbo a Alemania, donde insistió con repertorio clásico y comenzó a trabajar en el cine mudo de aquel país, incluso a las ordenes de Friedrich W. Murnau, antes de partir nuevamente, esta vez rumbo a Estados Unidos.
Una vez en Los Angeles, por su singular atractivo para el público femenino y la seducción de su voz, fue elegido para la versión teatral de John Balderston y Hamilton Dean de “Drácula”, que encabezó en Broadway y que inspiraría la cinematográfica de 1931, dirigida por Tod Browning. No fue la que en aquellos tiempos conoció el público rioplatense, que tuvo que conformarse con la hispana, con igual guión, escenografía y vestuario, pero de George Melford, y protagonizada por el español Carlos Villarias y la mexicana Lupita Tovar. Para ver a Lugosi como el vampiro gótico en esta zona del mundo habrían de pasar todavía trece años.
El actor quedó encasillado en el género de terror, y por eso mismo fue figura principal en “Los crímenes de la Calle Morgue”, “Zombie blanco”, “La isla de las almas perdidas”, “La marca del vampiro” y “El gato negro”, entre otras. Rechazó ocultar su rostro tras una máscara en “Frankenstein”, que compuso Boris Karloff, pero realizó un buen trabajo interpretando a Ygor en dos secuelas de aquélla, “El hijo de Frankenstein” y “El fantasma de Frankenstein”, antes de aceptar interpretarlo en “Frankenstein contra el Hombre Lobo”. Nunca se resolvió si Lugosi envidiaba a Karloff. Hay quienes aseguran fueron grandes amigos, otros que no se soportaban. Lugosi tuvo también un pequeño papel en la comedia clásica “Ninotchka”, junto a Greta Garbo, y al promediar la década del 40, cuando compuso a Drácula en una comedieta del dúo Abbott y Costello, comenzó su decadencia.
Fue así que llegó el patético momento de convertirse en un bufón de las producciones clase “B”, algunas dirigidas por Ed Wood Jr., un renacimiento bizarro en títulos como “Glen o Glenda” o “La novia del monstruo”.
“Plan 9...” fue el momento más bajo de su carrera. Apareció finalmente en la película nada más que en algunas escenas ya que murió en medio del rodaje. Wood había tenido enormes dificultades para financiar el proyecto y sólo fue capaz de filmar escenas cortas y mudas que planeaba incorporar en el montaje final una vez que hubiese conseguido el dinero que le faltaba. Sin embargo, Lugosi falleció tres años antes del aporte de la Iglesia Bautista de Beverly Hills, que nadie supo cómo logró el cineasta, que permitió terminar la película. En las escenas que debía participar pero aún no habían sido filmadas, Wood Jr. decidió reemplazarlo por un doble que no se parecía en nada a él, y que no se cansaba de cubrirse el rostro con su capa, un papelón que Tim Burton reconstruyó en su película “Ed Wood”. Martin Landau, que compuso a Lugosi con impresionante respeto y convicción en esa biografía no menos bizarra, recibió el premio de la Academia de Hollywood con el que seguramente Lugosi había soñado aquel 1931 dorado, por el que finalmente compitieron –y ganaron– Wallace Berry y Fredric March.
Dicen los que caminan algunas noches de invierno, muy tarde, por la vereda del Teatro Chino, en el 6925 del ahora reciclado Hollywood Boulevard, que el eco suele devolver la voz de Lugosi repitiendo, como una letania, “I’m Dracula”.
Una canción de 1979 –“Bela Lugosi’s Dead”–, compuesta por el grupo gótico Bauhaus, recreó su adiós. Sin embargo, en el final insiste, tres veces, en que Lugosi, es un undead, un no-muerto. ¿Será cierto?
Increíble. A los 73 años, el actor de origen húngaro elegido por Hollywood para ser el mítico vampiro a las órdenes del maestro Tod Browning, en reemplazo de Lon Chaney (que sufría de cáncer a la hora de tener que interpretar aquel papel), estaba destruido moral y físicamente. En realidad, víctima de sus propias debilidades y de las presiones del medio, Lugosi estaba convencido de que era, en realidad, el mismísimo conde Drácula.
Terrible. En las década del 40, Lugosi apareció una y otra vez en películas de terror componiendo a seres monstruosos o científicos capaces de experimentos diabólicos, primero en serio, finalmente en broma, en parodias que ya entonces eran consideradas como ridículas y menores. De aquella figura con rostro blanco resplandeciente y pelo engominado a lo Carlitos Gardel, quedaba poco y nada. Dicen que en sus tiempos de gloria, los estudios Universal se habían asegurado, por contrato, que Lugosi se presentara en el Teatro Chino de Grauman, en el corazón de Hollywood, vestido como Drácula, a veces acompañado por un chimpancé, incluso a que concertara entrevistas dentro de un ataúd similar al usado en la película que lo había consagrado. Dicen que fracasó al menos en sus tres primeros matrimonios (uno de unos pocos días), y que en su desesperación, entre otras cosas por sentirse condenado a ser Drácula de por vida, devino alcohólico. Intentó recuperarse de su adicción recurriendo a un método clínico que requería consumo de morfina. Las crónicas de la época explican que el tratamiento de su dependencia le provocó otra aún peor, que lo llevó definitivamente a un estado de alucinación permanente. “I’m Dracula”, se le escuchaba declamar en plazas, ya de noche, en soledad, luciendo la capa de satén, negra por fuera y roja por dentro, que le había dado tantas satisfacciones un cuarto de siglo atrás. Seguramente estaba cerca de él cuando fue encontrado muerto, sentado en una silla, víctima de un infarto, la misma capa con la que fue velado, y cremado un día después de su muerte en el Holly Cross Cemetery de Culver City, California, el 16 de agosto de 1956.
Sus ultimas palabras seguramente fueron “I’m Drac---ula, I bid you welcome”, el momento más hermoso de su carrera como actor.
Del éxito a la decadencia
Béla Lugosi era el nombre artístico de Béla Ferenc Dezsö Blasco, tal como había nacido el 20 de octubre de 1882, en el pueblo austro-húngaro de Lugosj, en Transilvania, actualmente Rumania. Era el más pequeño de cuatro hermanos, hijo de un banquero local. Fue teniente de infantería en la Primera Guerra Mundial, y ya de vuelta se casó y comenzó allí mismo su carrera como actor. En 1918, cuando tuvo la idea de organizar un sindicato poco antes de la derrota comunista en la zona, tuvo que escapar con rumbo a Alemania, donde insistió con repertorio clásico y comenzó a trabajar en el cine mudo de aquel país, incluso a las ordenes de Friedrich W. Murnau, antes de partir nuevamente, esta vez rumbo a Estados Unidos.
Una vez en Los Angeles, por su singular atractivo para el público femenino y la seducción de su voz, fue elegido para la versión teatral de John Balderston y Hamilton Dean de “Drácula”, que encabezó en Broadway y que inspiraría la cinematográfica de 1931, dirigida por Tod Browning. No fue la que en aquellos tiempos conoció el público rioplatense, que tuvo que conformarse con la hispana, con igual guión, escenografía y vestuario, pero de George Melford, y protagonizada por el español Carlos Villarias y la mexicana Lupita Tovar. Para ver a Lugosi como el vampiro gótico en esta zona del mundo habrían de pasar todavía trece años.
El actor quedó encasillado en el género de terror, y por eso mismo fue figura principal en “Los crímenes de la Calle Morgue”, “Zombie blanco”, “La isla de las almas perdidas”, “La marca del vampiro” y “El gato negro”, entre otras. Rechazó ocultar su rostro tras una máscara en “Frankenstein”, que compuso Boris Karloff, pero realizó un buen trabajo interpretando a Ygor en dos secuelas de aquélla, “El hijo de Frankenstein” y “El fantasma de Frankenstein”, antes de aceptar interpretarlo en “Frankenstein contra el Hombre Lobo”. Nunca se resolvió si Lugosi envidiaba a Karloff. Hay quienes aseguran fueron grandes amigos, otros que no se soportaban. Lugosi tuvo también un pequeño papel en la comedia clásica “Ninotchka”, junto a Greta Garbo, y al promediar la década del 40, cuando compuso a Drácula en una comedieta del dúo Abbott y Costello, comenzó su decadencia.
Fue así que llegó el patético momento de convertirse en un bufón de las producciones clase “B”, algunas dirigidas por Ed Wood Jr., un renacimiento bizarro en títulos como “Glen o Glenda” o “La novia del monstruo”.
“Plan 9...” fue el momento más bajo de su carrera. Apareció finalmente en la película nada más que en algunas escenas ya que murió en medio del rodaje. Wood había tenido enormes dificultades para financiar el proyecto y sólo fue capaz de filmar escenas cortas y mudas que planeaba incorporar en el montaje final una vez que hubiese conseguido el dinero que le faltaba. Sin embargo, Lugosi falleció tres años antes del aporte de la Iglesia Bautista de Beverly Hills, que nadie supo cómo logró el cineasta, que permitió terminar la película. En las escenas que debía participar pero aún no habían sido filmadas, Wood Jr. decidió reemplazarlo por un doble que no se parecía en nada a él, y que no se cansaba de cubrirse el rostro con su capa, un papelón que Tim Burton reconstruyó en su película “Ed Wood”. Martin Landau, que compuso a Lugosi con impresionante respeto y convicción en esa biografía no menos bizarra, recibió el premio de la Academia de Hollywood con el que seguramente Lugosi había soñado aquel 1931 dorado, por el que finalmente compitieron –y ganaron– Wallace Berry y Fredric March.
Dicen los que caminan algunas noches de invierno, muy tarde, por la vereda del Teatro Chino, en el 6925 del ahora reciclado Hollywood Boulevard, que el eco suele devolver la voz de Lugosi repitiendo, como una letania, “I’m Dracula”.
Una canción de 1979 –“Bela Lugosi’s Dead”–, compuesta por el grupo gótico Bauhaus, recreó su adiós. Sin embargo, en el final insiste, tres veces, en que Lugosi, es un undead, un no-muerto. ¿Será cierto?