Debió de ser Edith Piaf, a tenor de las biografías, de las crónicas, de las canciones y de las películas- una mujer imposible de clasificar. Diminuta, volcánica, ruidosa, seductora, fea, egoísta, gruñona, diva, divertida, romántica, guturalmente superdotada...enial, 'el gorrión' colapsó los escenarios de París y de Nueva York en los años 40 y 50 con una forma de interpretar la música a medio camino entre las cuatro esquinas de la sorna, el tance, el romanticismo y el canalleo.
Escuchar 'Padam, padam', pero sobre todo 'La vie en rose' o 'Je ne regrette rien' ( y si son grabaciones en directo, mejor) sigue poniéndole la carne de pollo a algunos infelices, entre los que me cuento.
Los que ya estaban embrujados por la voluptuosa voz de lija del 'pequeño gorrión' y los que habían oído hablar de Edith Piaf tanto como del cultivo de boniatos en las Barbados tienen que ir al cine para ver 'La vida en rosa', conmovedora película del director francés Olivier Dahan.
'La vida en rosa' mete de lleno al espectador en las tribulaciones de una mujer cuya arquitectura moral se cimentó en una estricta apuesta por el libre albedrío, el 'yo me lo cocino y yo me lo como' y el 'yo no me caso con nadie', aunque esto último no sé si sirve, porque creo que, de haber podido, Edith Piaf se habría casado encantada con el boxeador Marcel Cerdan, casado y con hijos y, lo que fue peor, víctima de un accidente aéreo que rompió uno de los idilios más célebres del mundo.
Y lo que esencialmente permite al espectador de esta película zambullirse sin salvavidas en la leyenda Piaf es una interpretación colosal: la de la joven actriz francesa Marion Cotillard, que aceptó el encargo envenenado de dar vida a uno de los mitos inmortales de la 'chanson'. Un reto del que podía salir embarrada hasta las cejas o cubierta de oro. Salió cubierta de oro. Cotillard contrae el cuerpo, frunce el ceño, tuerce la boca, chilla y brama, llora, bebe, se arrastra, brilla en el escenario, habla como una estrella o casi como las fulanas de Pigalle, reina sobre los que la rodean y regala a Edith Gassion el más bestial de los homenajes.
Estructurada sobre la base de diversos tiempos narrativos y un ir y venir de 'flashbacks' que podía habernos hartado más que una hogaza de pan rellena de mazapán, la película de Olivier Dahan no sólo sale indemne de tan arriesgados saltos y piruetas, sino que sale reforzada con ellos. La gloria y la fama, las flores de ruina, los contratos millonarios, la pérdida de la voz, los amores y amoríos, la morfina y el alcohol, todo fluye sin parar como el río de Heráclito en la desastrosa/grandiosa existencia del mirlo de Belleville.
O casi todo: dos horas y media dura 'La vida en rosa' pero, pese a ello, no ha habido sitio ni tiempo, o no ha habido intención por parte del director, para reflejar lo que era la Francia de aquellos años y, en concreto, la Francia de la ocupación nazi. Está claro que Dahan eligió el retrato del personaje, no la crónica del contexto en el que se movió el personaje.
El cine ya había retratado en 1983 el romance Cerdan/Piaf de la mano de Claude Lelouch en 'Edith et marcel', película que no he visto pero que intentaré ver, para comparar, como intentaré hacerme con 'Au bal de la chance', las memorias de la Piaf.
De momento, puedo prometer y prometo que retomaré la senda de las salas oscuras para reencontrarme con Edith Giovanna Gassion, perdón, con Marion Cotillard, actriz francesa, ninfa 'chic' de la Rive Gauche convertida en monstruo agrio y genial: Piaf.