La adaptación de Tim Burton de "Charlie y la fábrica de chocolate", de Roald Dahl, brilla por su creatividad, su humor y su extraña belleza
El universo literario de Roald Dahl y el mundo cinematográfico de Tim Burton parecen haberse construido el uno para el otro. Y si aquella experiencia animada de Jim y el durazno gigante no lograba redondear del todo esa sensación que dejan los libros del primero y las películas del segundo, Charlie y la fábrica de chocolate lo logra con creces. Ver el filme es como volver a leer el libro pero puesto en imágenes por uno de los más creativos, sensibles y geniales cineastas de las últimas décadas.
Para todos aquéllos que vieron la versión de los años '70, protagonizada por Gene Wilder, que se tomaba unas cuántas libertades respecto del libro (y que ya entonces olía a naftalina), la mirada de Burton retoma —por momentos, palabra por palabra— lo escrito por Dahl, a lo que le agrega dos cosas ausentes en la otra versión: las posibilidades de la tecnología y la comprensión cabal del humor oscuro, juguetón, pero a la vez tenebroso del autor.
Tan bien se aplica el mundo del chocolatero Willy Wonka al de Burton que bien se podría pensar en la película como una secuela de El joven Manos de Tijera. En una de las pocas libertades que se toma el filme respecto del libro (una que molesta al principio pero que al final se siente completamente natural), a la extraña y fascinante personalidad de Wonka se le da una explicación psicológica, ligada a su padre dentista, severo y distante, que no le permitía comer golosinas. El hecho de que lo interprete un mito del terror como Christopher Lee lo conecta al padre del muchacho con tijeras en lugar de dedos, que era Vincent Price.
Pero para llegar a Wonka hay que pasar casi media película. La historia es la del pequeño y solidario Charlie, un chico humilde y generoso, que vive con sus dos padres (y no uno, como en el filme anterior) y sus cuatro abuelos, quienes no se levantan de la cama desde hace años. La familia no tiene dinero y vive a sopa de verduras. Y, lo que es peor, a pocos metros de su casucha, se extiende la impresionante y misteriosa chocolatería de Wonka.
Un día Wonka anuncia que ha escondido cinco tickets para entrar a su fábrica en sendas barras de sus chocolates. Quienes los encuentren tendrán la fortuna de conocer cómo se hacen esos dulces tan exquisitos en una fábrica que, al menos a la vista, no tiene siquiera empleados. Cuatro de los afortunados ganadores tienen hábitos directamente insoportables, y que delatan un poco la época en la que se escribió la novela, a mediados de los '60. Está la niña malcriada y consentida, la que masca chicle todo el día y sólo quiere destacarse y ser premiada, el niño fascinado con la televisión (a lo que Burton agregó los videojuegos) y el gordito alemán glotón que sólo quiere comer y comer.
Es claro, de entrada, que el único salvable del grupo es Charlie. El tema es: ¿para qué los quiere Wonka allí?
Aunque no tiene dinero más que para comprar una barra de chocolate al año —para su cumpleaños—, Charlie termina encontrando uno de esos "tickets dorados" al mundo de Wonka. Y allí va, con su abuelo, a encontrar un edificio extraño y colorido, lleno de delicias y peculiares personajes (como los Oompa Loompas, los singulares y musicales obreros de la fábrica), cientos de ardillas amaestradas y ascensores que van en todas las direcciones, chicles con gusto a comida, ríos de chocolate y árboles de caramelo. Pero también será testigo de algunas situaciones extrañas y peligrosas.
Pero, más que nada, conocerá a Wonka, que bien podría ser un Manos de Tijera ya crecido, que sigue encantando y asustando al mundo a la vez (con golosinas en lugar de árboles), y que Johnny Depp interpreta —aunque lo niegue— como un Michael Jackson de los dulces: toda ternura y dudosa sinceridad, esa clase de ampuloso animador infantil que uno imagina, en el fondo, como un perverso irrecuperable.
Dando vuelta el tema de El gran pez (acá el hijo es el imaginativo y el padre, el represor), Burton vuelve a hablar de la reconciliación familiar, más allá de las diferencias generacionales y las distintas miradas (la científica y la artística) que se tengan sobre el mundo. La de Charlie... es una historia que le calza como anillo al dedo y su filme está destinado a transformarse en un clásico, en la versión definitiva de la novela de Dahl. El vehículo perfecto para el exaltado, tierno, tenebroso y sensible expresionismo de la dupla Burton/Depp.