Cuando, en 1958, un aún joven Arthur Penn proponía, muy en clave elíptica, la revisión de la vida de William Bonney, Billy the Kid, y dejaba caer la sospecha de que tal vez el pistolero casi adolescente tenía algún problema con una encubierta homosexualidad, se levantaron amplias ampollas, y no era para menos. El filme inauguraba, de un modo simbólico, una nueva tendencia del más americano de los géneros, el cine del Oeste, constructor de poderosos estereotipos de consumo masculino, que sería conocida desde entonces como "western revisionista" o "western sucio".
Y es sintomático que, a pesar de que desde entonces se han escrito apasionantes páginas del libro cinematográfico del género, hayamos tenido que esperar casi cincuenta años para que una película hecha para el gran público se atreviera a abordar sin tapujos la cuestión de la homosexualidad en el lejano Oeste.
El western, nos guste o no, había sabido construir, hasta ahora, una rígida moral patriarcal a prueba de bombas. O casi. Ha tenido que ser un cineasta especialista en revisiones (que, por cierto, ya la había emprendido contra el supuesto heroísmo de los sudistas y el carácter siniestro de la guerra de Secesión en otro western distinto, Cabalga con el diablo), el chino-americano Ang Lee, quien dijera basta y se lanzara a narrar una historia que comienza allá por la década de 1960 y que se prolonga por espacio de una veintena de años.
El cineasta muestra, ahora sí sin coartadas de ningún tipo, la relación física, y sobre todo profundamente conmovedora, de dos vaqueros en origen pobres, jornaleros del tres al cuarto y condenados -la ficción lo explica con claridad- a vivir unas vidas afectivas miserables por mor de las costumbres de aquellos tiempos.
Contención y dominio
Narrada con una contención y un extraordinario dominio de las claves de la puesta en escena clásica (estamos ante un filme de una placidez aparente), con continuas referencias a algunos de los grandes mitos constituyentes de la mayoría de edad del género (la fuerza del paisaje, el hombre dedicado a sus tareas cotidianas de cuidado del ganado, el enfrentamiento contra la naturaleza desatada), Brokeback Mountain es, ante todo, una hermosa, cálida historia de amor y la denuncia de una moral imperante que castraba (¿y castra?) cualquier deseo de diferencia: en este sentido, el filme es también un airado, bien que nada explícito, recordatorio de los costes a pagar cuando alguien quebranta la moral común (la Ley del Padre, las costumbres) que atenta contra nuestros más íntimos deseos.
Y el resultado es, sencillamente, la mejor película americana del año; para quien esto firma, la más sólida candidata a llevarse unos cuantos oscars en la próxima entrega. Y con toda justicia. Porque hay en el filme de Lee toneladas de sabiduría cinematográfica, momentos de una densidad dramática apabullante (¡esa visita de Ennis / Ledger a la casa paterna de Jack / Gyllenhaal, una de las más estremecedoras vistas en mucho tiempo!), además de un conocimiento profundo del deseo y del alma de quien ama..., y la más radical revisión del más aquilatado mito acuñado por el western: la altiva heterosexualidad de los esforzados, irrepetibles, héroes