Durante los primeros 15 o 20 minutos, el espectador puede creer que se equivocó de película. En lugar de monstruo, lo que hay allí se parece demasiado a una filmación de sociales. Es, de hecho, una filmación de sociales. Más precisamente, una fiesta de despedida (el protagonista se va de viaje... a Japón: bonito detalle), en la que se toma sake, se baila, chicos cazan chicas y chicas rompen corazones de chicos. Uno de los asistentes, que en su vida usó una cámara de video, registra todo. Pero todo, todo, hasta el punto de que unas horas más tarde terminará filmando... No, mejor parar antes de eso. En medio de la fiesta, el departamento entero se sacude. Bah, lo que se sacude no es el departamento, sino la ciudad entera. Se sacude, se prende fuego, todo el mundo sale corriendo en estado de pánico y desde el cielo cae la cabeza del más famoso coloso imperial. ¿Se derrumba acaso el imperio entero? ¿Obra de Al Qaida, los iraníes, los malditos coreanos del norte? Una cola monumental, serpenteando entre los edificios de Manhattan, parece decir que no. Como un dedo gigante, se mueve a uno y otro lado, mientras destruye todo a su paso.
Es justamente esa reproducción de la más ordinaria cotidianidad, encarnada en los tipos más comunes y registrada por el instrumento mismo de la inmediatez (la camarita de video, que cualquiera puede usar), lo que permite que la irrupción de lo monstruoso, lo desconocido, lo otro, adquiera en Cloverfield la bruta sensación de realidad de un enfrentamiento en vivo. Obviamente, ver una torre caer a lo lejos, entre llamas, no habría producido la misma convulsión siete años atrás, y ése es justamente uno de los grandes méritos de Abrams. O del director Matt Reeves, o del guionista Drew Go-ddard, o de todos ellos: haber sabido darle, al espectador post-Torres, una pesadilla a su medida. No sólo porque los protagonistas funcionan como alter egos del espectador (no son héroes, ni especialistas, ni nada), sino sobre todo porque –tal como les habrá sucedido a los primeros testigos del 11/S– lo único que saben es que están en medio de una hecatombe mayúscula. Qué clase de hecatombe, por qué y para qué: de todo eso no saben nada.
Típico de los tiempos mediáticos, aunque el monstruo ande a unas pocas cuadras de distancia, los protagonistas necesitan recurrir a la tele para verlo. Por suerte, ni aún ahí se lo ve de cuerpo entero, lo cual permite que no se convierta en un banal mostrenco. Pasando por alto el hecho, difícil de tragar, de que el camarógrafo no tire la camarita a los caños (ni siquiera cuando unas terribles arañas gigantes se le tiran encima para devorárselo o a punto de caerse al vacío desde un piso 39), Cloverfield hace un uso inmejorable de la imagen de video: su carácter tembloroso, borroso y oscuro refleja con asombrosa exactitud la mirada del que enfrenta lo inmenso y desconocido. Y a la vez permite no mostrar del todo al monstruo, clave que el tonto cine de terror contemporáneo prefiere ignorar.
Tras haber alcanzado máxima intensidad, hacia mitad de la proyección, Cloverfield tiende a disminuir su efecto, producto tal vez de tramoyas narrativas que, enajenándola de su singularidad, la aproximan demasiado a la normalidad del cine de los jueves. Eso no anula, por cierto, imágenes tan poderosas como la de aquella enorme cabeza sin cuerpo derrumbada en medio de Manhattan. O sugerencias tan ricas como el hecho de que, por una confusión de casetes, la filmación del apocalipsis se encime e intercale, en la misma cinta, con los momentos dorados de una relación amorosa. Pero si algo queda grabado en el cuerpo, tras salir del cine, es esa media hora en la que Cloverfield logra hacer carne las más oscuras pesadilla
Fuente: Pagina 12 - Argentina