En Simplemente no te quiere conviven dos líneas claras que sostienen su relato: por un lado un conjunto de títulos que lo van segmentando, y por otro las historias que se multiplican a medida que los protagonistas –que no son pocos– comienzan a entrecruzar sus caminos. Los títulos mencionados, siempre construidos a partir de condicionales del tipo “si no te llama”, “si ya no se acuesta contigo” o “si no te propone matrimonio”, que indefectiblemente se resuelven al combinárselos con la afirmación que da nombre a la película, son acompañados por separadores donde distintas personas ofrecen un testimonio relacionado con él. Un recurso similar al que organizaba la trama de Cuando Harry conoció a Sally. A partir de cada título los personajes comienzan a definirse: una chica enamoradiza que no puede esperar que sean los muchachos los que hagan el primer llamado; una mujer obsesiva que no soporta ni el cigarrillo ni la mentira, casada con un hombre que conoce (o no) a la mujer de su vida en la cola del supermercado; un experto en mujeres que no consigue comprometerse; y la que, en pareja hace años con el que descree del matrimonio, aún sueña con el altar. El amor visto como un conjunto de compulsiones e inequívocos síntomas de neurosis, que de manera paradójica son parte del camino del deseo y el placer. Una visión que además incluye ácidas pinceladas de humor acerca del amor en tiempos de Facebook: “Si quiero volverme más atractiva para alguien ya no voy a la peluquería, sino que modifico mi perfil en MySpace”.
Aunque se destacan la belleza del elenco (al menos en ese rubro el trío Aniston-Connelly-Johansson es casi insuperable), las aceptables actuaciones y la agradable química de algunas parejas (sobre todo la que conforman los menos taquilleros Ginnifer Goodwin y Justin Long), la película se permite una visión final más alentadora de lo que su nombre hace suponer.