Ya se sabe. El Oscar a la mejor película nunca lo recibe el director, salvo que él mismo haya estado entre los productores, como fue en su momento el caso de Clint Eastwood por Los imperdonables y James Cameron por Titanic, por citar un par de ejemplos famosos. Esa, la instancia final, no es el momento del cineasta, sino de quienes son dueños de su obra (y a veces de su alma), aquellos que la poseen en los papeles, que detentan su propiedad, que reinan no en el plató, sino en los despachos de Rodeo Drive o en los bufetes de abogados y financistas de Wall Street. Es así, de esta manera funciona la industria de Hollywood.
En todo caso, Scorsese venía de tener, por fin, su anhelado momento de gloria. Cuando Francis Ford Coppola, George Lucas y Steven Spielberg subieron al escenario del Kodak Theater para entregar el Oscar al mejor director ya quedó claro para quien iba a ser la estatuilla. No podía ser que tres de las más grandes potencias del cine estadounidense, amigos entre sí, compañeros generacionales junto a Scorsese de la cofradía cinéfila, los viejos movie brats, se unieran allí simplemente para darle el premio al mexicano Alejandro González Iñárritu o al inglés Stephen Frears. No, era una cuestión entre pares, entre camaradas. Se trataba de reparar una falta grave, repetida de la Academia, que se había distraído frente a Toro salvaje, que no lo tuvo en cuenta con La última tentación de Cristo, que pasó por alto Buenos muchachos, La edad de la inocencia, Pandillas de Nueva York y ni siquiera consideró El aviador, con la que Scorsese pareció querer ganarse el reconocimiento de la Academia a través del retrato benigno de uno de sus productores más controvertidos, el magnate Howard Hughes.
En todas esas ocasiones, Scorsese había sido candidato al premio al mejor director, que –justa o injustamente– siempre fue a parar a manos de otros. Pero en todo caso se trataba de la misma Academia que lo había ignorado impunemente (ni siquiera fue nominado) como realizador de Taxi Driver y Casino. Aquí entonces había bastante más en danza que una estatuilla, estaba en juego una reputación, no tanto de Scorsese como de la misma Academia. “Por favor, ¿pueden volver a chequear el sobre?”, les preguntó a Coppola, Lucas y Spielberg (que parecían divertirse arriba del escenario), cuando al fin subió a buscar ese premio esquivo. Abajo, la platea se puso de pie y rugía en aplausos y silbidos de alegría y aprobación. Las cosas parecían estar en su lugar. “Estoy tan emocionado... Tanta gente me ha deseado este momento, desconocidos, en el consultorio médico, en un ascensor, en una sala de rayos X. Me decían: usted debe ganar uno.”
Y Scorsese finalmente lo ganó, con el sabor agridulce quizá de que no lo hizo en su mejor momento, cuando hubiera correspondido. Pero la Academia nunca se caracterizó precisamente por sus buenos reflejos ni por su timing. Pareciera que su reloj biológico atrasa más de la cuenta, al punto de que siempre tiene que ir reparando olvidos y omisiones fuera de término, como fue el año pasado con el Oscar especial a su carrera que le administró, in extremis, casi como una extramaución, a Robert Altman. Ahora el reconocimiento le llega a Scorsese por una remake (del sólido film hongkonés Infernal Affaires), por una película que, a diferencia de otras suyas, no nació de su propia imaginación. Esto, sin embargo, no debe llevar a falsas conclusiones. Como ya dijimos en estas mismas páginas, Scorsese supo encontrar en ese material ajeno varias claves con las cuales expresar las contradicciones y las disyuntivas que han marcado toda su obra. Como el personaje de Sullivan (Matt Damon), siempre ansioso de reconocimiento, se diría que Scorsese quiere pertenecer: en su caso a una tradición cinematográfica, a Hollywood. Y como Costigan (DiCaprio), el director necesita recuperar su identidad, volver a ser quien era, recobrar su autoestima. Se podría pensar que en la noche del domingo, con Los infiltrados, logró ambos objetivos, aunque haya tenido que observar el final de la ceremonia desde un costado del escenario.
En la clara superioridad que finalmente Los infiltrados impuso por sobre Babel –la perdedora de la ceremonia, si se exceptúa el Oscar a Gustavo Santaolalla, el único de los siete que la película de González Iñárritu supo conseguir– hay que contabilizar no sólo los premios al guión adaptado (William Monahan) y al montaje (la fiel Thelma Schoonmaker). Aunque no se llevaron ninguna estatuilla también hay que considerar el despliegue de estrellas, a la manera de una verdadera superproducción, con que cuenta The Departed: DiCaprio, Damon, Jack Nicholson, Martin Sheen, Mark Wahlberg, Alec Baldwin. No por nada Scorsese se acordó de agradecerles a todos y a cada uno de ellos.
Esos nombres, por supuesto, también pesaron para desplazar en la consideración de los académicos a Cartas desde Iwo Jima, el excelente film de Clint Eastwood, hablado en japonés y rodado desde el punto de vista de quien fuera el enemigo, todo lo cual le debe haber pesado en contra, como para que apenas pudiera recoger un premio técnico (edición de sonido). A su vez, Helen Mirren por La reina y Forest Whitaker por El último rey de Escocia –mejor actor y actriz respectivamente– cumplieron con las casas de apuestas, que los daban como favoritos. No fue el caso precisamente de Soñadoras-Dreamgirls, que perdió donde tenía todas las de ganar, en el rubro mejor canción. Allí había logrado colocar tres temas sobre cinco, pero el Oscar fue a parar a “I Need to Wake Up”, del documental La verdad incómoda, de Al Gore, en lo que puede ser considerada la noche de su relanzamiento como candidato presidencial.
Otra sorpresa fue que la racha de premios técnicos que venía acaparando El laberinto del fauno, del mexicano Guillermo Del Toro, hacía prever su consagración como mejor película en idioma no inglés, estatuilla que finalmente fue a manos del film alemán La vida de los otros, con lo cual la tan mentada “Banda Latina” se quedó sin ninguno de los lauros mayores. A su vez, el Oscar honorario a Ennio Morricone debió haber ido acompañado de otra estatuilla al mejor traductor, para Clint Eastwood. Cuando el compositor italiano decidió, arriba del escenario, dar un largo discurso de agradecimiento en su lengua natal, para el pasmo de los organizadores y de la platea, que miraba preocupada, Clint, con su habitual elegancia y sangre fría, anunció: “Les voy a contar lo que está diciendo”. Y se dedicó a traducir impecablemente del italiano al inglés, recordando seguramente sus buenos viejos tiempos del spaghetti western, de la mano de Sergio Leone. Fue un momento especial, de los que hubo muy pocos en la noche del domingo.