Combinar elementos fantásticos y realistas nunca ha sido una tarea fácil. Expresionistas, surrealistas y vanguardistas de toda clase han utilizado, a lo largo de la historia del cine, diversos universos fantásticos para aludir a la realidad, tanto en forma directa como a través de los zigzagueantes caminos de la metáfora y la alegoría.
En El laberinto del fauno, al igual que en El espinazo del diablo, Guillermo del Toro se plantea un desafío doblemente dificultoso: crear un mundo realista y concreto (las tensiones en el norte de España entre las tropas franquistas y los rebeldes maquis, en 1944) y mezclarlo con un universo propio de un brutal cuento de hadas en el que conviven faunos, hadas, sapos gigantes y mandrágoras. Y, a la vez, hacer que este submundo no funcione como un simple espejo ni produzca prefabricadas respuestas a los conflictos de los personajes, sino que sea un viaje por el subconsciente de una niña preadolescente que elige el refugio de la fantasía ante una realidad que se le vuelve insoportable.
El filme del director de Hellboy tiene como protagonista a Ofelia (Ivana Baquero), una niña que viaja con su madre viuda, Carmen (Ariadna Gil), al encuentro del actual marido de ella, el tenebroso Capitán Vidal (Sergi López) que maneja brutalmente un puesto falangista en el norte español, cercado por un grupo de rebeldes. Carmen está embarazada y su salud es muy frágil.
Imaginativa y solitaria, aterrorizada por partida doble (por la figura de su padrastro y por la traumática llegada de su hermano), Ofelia se refugia en la lectura de cuentos de hadas. Cuentos que se transformarán en algo muy real cuando ella ingrese a un laberinto y encuentre allí a un extravagante fauno que le dice que ella es la princesa heredera de un reino subterráneo. Para probar su herencia, Ofelia debe cumplir tres pruebas, tan narrativamente propias de los cuentos de hadas como estéticamente arrancadas de los universos de Goya o Dalí.
El "pase mágico" de Del Toro está en hacer que ese universo en apariencia monstruoso y temible demuestre ser más amable y humano que el que está sobre la superficie. Ese fascismo implacable, representado en escala grotesca por Vidal, demuele a Ofelia hasta dar por tierra con lo poco que queda de su inocencia mucho más que los desafíos a los que la somete el fauno.
La película es una maravilla de construcción, ambientación y estilo, y es innegable el talento de Del Toro como creador de mundos propios, en esa rama de lo tenebroso que lo acerca a Tim Burton, David Lynch o Peter Jackson. Y si la película abreva en referencias como La noche del cazador y El espíritu de la colmena, lo hace con conocimiento y respeto. Pero acaso ese cuidadoso respeto y prodigiosa elaboración le jueguen un poco en contra al filme, que se siente por momentos demasiado estudiado, algo pomposo y hasta aprisionado en su propia meticulosidad.
Pese a tratarse de un filme en exceso calculado y hasta sobredirigido (prestar atención a ese invento de montaje que podríamos llamar "fundido al árbol"), no hay dudas de que se trata de una fábula perturbadora e impactante, con momentos memorables e imágenes aterradoras que quedarán grabadas en los espectadores más abiertos a la propuesta.
La parábola funciona mejor cuando pivotea entre el submundo fantástico y el embarazo, que en la pintura de la realidad política. De cualquier manera, El laberinto... no entrega respuestas fáciles más que la simbólica idea de la fantasía como refugio ante una realidad atroz. No hay un cierre claro para el relato porque, para Del Toro, tampoco hay cierre en un mundo en el que el terror es la moneda de intercambio diaria. El horror, parece decir, puede ser un estado permanente; pero la inocencia, una vez perdida, no se recupera jamás
En El laberinto del fauno, al igual que en El espinazo del diablo, Guillermo del Toro se plantea un desafío doblemente dificultoso: crear un mundo realista y concreto (las tensiones en el norte de España entre las tropas franquistas y los rebeldes maquis, en 1944) y mezclarlo con un universo propio de un brutal cuento de hadas en el que conviven faunos, hadas, sapos gigantes y mandrágoras. Y, a la vez, hacer que este submundo no funcione como un simple espejo ni produzca prefabricadas respuestas a los conflictos de los personajes, sino que sea un viaje por el subconsciente de una niña preadolescente que elige el refugio de la fantasía ante una realidad que se le vuelve insoportable.
El filme del director de Hellboy tiene como protagonista a Ofelia (Ivana Baquero), una niña que viaja con su madre viuda, Carmen (Ariadna Gil), al encuentro del actual marido de ella, el tenebroso Capitán Vidal (Sergi López) que maneja brutalmente un puesto falangista en el norte español, cercado por un grupo de rebeldes. Carmen está embarazada y su salud es muy frágil.
Imaginativa y solitaria, aterrorizada por partida doble (por la figura de su padrastro y por la traumática llegada de su hermano), Ofelia se refugia en la lectura de cuentos de hadas. Cuentos que se transformarán en algo muy real cuando ella ingrese a un laberinto y encuentre allí a un extravagante fauno que le dice que ella es la princesa heredera de un reino subterráneo. Para probar su herencia, Ofelia debe cumplir tres pruebas, tan narrativamente propias de los cuentos de hadas como estéticamente arrancadas de los universos de Goya o Dalí.
El "pase mágico" de Del Toro está en hacer que ese universo en apariencia monstruoso y temible demuestre ser más amable y humano que el que está sobre la superficie. Ese fascismo implacable, representado en escala grotesca por Vidal, demuele a Ofelia hasta dar por tierra con lo poco que queda de su inocencia mucho más que los desafíos a los que la somete el fauno.
La película es una maravilla de construcción, ambientación y estilo, y es innegable el talento de Del Toro como creador de mundos propios, en esa rama de lo tenebroso que lo acerca a Tim Burton, David Lynch o Peter Jackson. Y si la película abreva en referencias como La noche del cazador y El espíritu de la colmena, lo hace con conocimiento y respeto. Pero acaso ese cuidadoso respeto y prodigiosa elaboración le jueguen un poco en contra al filme, que se siente por momentos demasiado estudiado, algo pomposo y hasta aprisionado en su propia meticulosidad.
Pese a tratarse de un filme en exceso calculado y hasta sobredirigido (prestar atención a ese invento de montaje que podríamos llamar "fundido al árbol"), no hay dudas de que se trata de una fábula perturbadora e impactante, con momentos memorables e imágenes aterradoras que quedarán grabadas en los espectadores más abiertos a la propuesta.
La parábola funciona mejor cuando pivotea entre el submundo fantástico y el embarazo, que en la pintura de la realidad política. De cualquier manera, El laberinto... no entrega respuestas fáciles más que la simbólica idea de la fantasía como refugio ante una realidad atroz. No hay un cierre claro para el relato porque, para Del Toro, tampoco hay cierre en un mundo en el que el terror es la moneda de intercambio diaria. El horror, parece decir, puede ser un estado permanente; pero la inocencia, una vez perdida, no se recupera jamás