19 noviembre 2009

(500) dias con ella

(500) días con ella tal vez sea la fundadora de un nuevo estado de ánimo, el cool resentido. Tal como avisa la dedicatoria inicial, la película está hecha en contra de una chica, a la que se nombra con nombre y apellido. Lo que no se sabe es quién es el autor de la dedicatoria. Difícilmente se trate del director, el debutante Marc Webb, que no escribió el guión. Los guionistas son dos, con lo cual es imposible saber a cuál de los dos dejó varado la chica de la dedicatoria, y el protagonista es un personaje de ficción, que no lleva el nombre ni ejerce la profesión de ninguno de ellos. Confesión sin sujeto o falsa confesión, de esa condición parece devenir el carácter cool, distanciado y ligeramente dandy de (500) días con ella. Un cool que funciona como máscara, desviando, disimulando, haciendo olvidar esa dedicatoria del comienzo. El resultado, paradoja mayúscula, es una diatriba indirecta y despersonalizada.

El propio título original, (500) Days of Summer, es una canchereada a todas luces: no es que la historia transcurra en verano, sino que la chica se llama Summer. “Es una historia de chico conoce chica, pero no es una historia de amor”, advierte de entrada el relato off, en la voz de un locutor no identificado, de fraseo neutro y “profesional”. Una de las tantas herramientas de mediación a las que, a lo largo de la película, recurren los guionistas, Scott Neustadter y Michael H. Weber. Otra, fundamental, es la fragmentación del hilo temporal, disgregado en escenas discontinuas, todas ellas numeradas de acuerdo con el día de la relación al que corresponden. Del día 400 y pico se puede pasar al día 1, de allí saltar al 100, después al día 7 y así sucesivamente.

En el día 1, Tom Hansen (Joseph Gordon-Levitt) conoce a Summer Finn (Zooey Deschanel). “Tom era la clase de persona que espera la aparición de la chica indicada, y cuando vio a Summer supo que esa chica era ella”, dice el locutor. En otras palabras, la Summer que Tom cree ver es la que quiere ver. Eso explica que (500) días con ella no sea una historia de amor: es la de un enamoramiento. De allí que nunca se sepa quién es Summer en verdad. Todo lo que se sabe es que entró a la oficina donde trabaja Tom (una editora de tarjetas de felicitación, donde él se desempeña como “creativo”) como secretaria personal del jefe. Y que no cree en el amor. Y que se ve a sí misma como Sid de la Nancy que sería Tom: transparente anticipo del puñal que va a clavarle.

De Tom se saben más cosas. Sobre todo, que es arquitecto y le encantaría trabajar en lo suyo, pero se conforma con ese purgatorio de segunda clase que para él (o cualquiera) representan las fórmulas de felicidad de las tarjetas, posible referencia en clave al género “comedia romántica”. Se sabe también que Tom tiene dos amigos, que no llegan a cumplir el papel de confrontación o complementación que en una comedia les cabe a los amigos. En el caso de Summer, no es que su papel esté subdesarrollado, porque no se trata de un personaje, sino de una infatuación romántica, una distorsión del punto de vista.

Si Joseph Gordon-Levitt está justo, la de Zooey Deschanel es una elección clave. Irresistible ya en Casi famosos, All The Real Girls, Elf y El mundo mágico de Terabithia, la chica cumple aquí su destino, el de versión indie de Anna Karina, ejerciendo tanta fascinación sobre el espectador como sobre el protagonista. De hecho, la canción que susurra en un karaoke es el equivalente perfecto del hipnótico baile de Vivir su vida. Tampoco parece casual que en una suerte de noticiero en blanco y negro se la vea pedaleando una bici, como lo hacía en Los mocosos, de Truffaut, la igualmente magnética Bernadette Lafont.

Pero las primeras películas de Godard y Truffaut eran románticas, y (500) días con ella apunta, por el contrario, a desmontar esa ilusión. El enamoramiento como simulacro: así lo muestra la escena en la que Tom y Summer se fingen marido y mujer, en el falso hogar de una sucursal de Ikea. Casi más un objeto teórico que una película, la ópera prima de Marc Webb tal vez sea la única comedia romántica posible, en tiempos desromantizados. Una comedia que no es romántica ni comedia: el veneno del tango releva aquí las mieles del comienzo. De allí la entera parodia genérica en la que, tras la primera noche de amor, el estado de felicidad del protagonista se ve coreografiado por la falsa alegría de un número musical.