Ella es así. La primera apariencia es fría, casi gélida. Un hombre de color la está retratando en un lienzo. Es el día de las elecciones en las que Tony Blair resultaría electo como Primer Ministro. "Le aseguro que no he votado por él", le dice el pintor, quien sabe que la reina Isabel no puede votar. "Le envidio la experiencia", le dice casi como en una broma. Ambos confiesan, con complicidad, que por más que la reina no vote, la que gobierna es ella.
Eso es lo que creen.
La reina, de Stephen Frears, parece tomar para la parodia a la familia real —el duque Felipe de Edimburgo, po el príncipe consorte, personificado por James Cromwell, el dueño de Babe, el chanchito valiente, o el mismísimo príncipe Carlos, en una composición ajustadísima de Alex Jennings—, pero cuando la muerte de Lady Di comienza a pegotearlos, la mirada del director de Relaciones peligrosas es igual de incisiva pero casi sin lugar para las bromas.
Lo que el realizador de Ropa limpia, negocios sucios reconstruye es la relación de Isabel I, que odiaba a más no poder a la mujer que se separó de su hijo Carlos, con el primer ministro. Y cómo Blair, un laborista que se supone debería estar en contra del protocolo y todo lo que conlleva la familia real, pasa a ser un personaje gravitante a la hora de salvar a la reina y sus adláteres de caer en desgracia... y terminar con la monarquía.
Qué hace que La reina sea una película entretenida, por más que el espectador ya sepa de antemano cómo terminó esa semana que separa la muerte accidental de Lady Di en París con su fastuoso funeral en Westminster, con Elton John, Tom Cruise y más estrellas de Hollywood que reyes y soberanos del mundo, es una cuestión simple. Frears no contrapone a Blair e Isabel, si no que los empata. El laborista es retratado en su hogar y con su grupo de asesores como un hombre común racional, con gran sentido común y hábil político. Isabel no tiene ninguna de estas dos condiciones, y sabe reconocer que, a medida que los diarios le pegan más y más por su terquedad —no quería un funeral ostentosos porque Diana ya no era miembro de la familia real— debe dar el brazo a torcer. Con todo el dolor que esto le implica a los Windsor.
Si Helen Mirren es casi idéntica a Isabel no sólo es mérito de la genética o una peluca bien puesta. Mirren la compone minuciosamente, y es un auténtico deleite verla en acción en sus contradicciones, y sobre todo en los contrapuntos telefónicos con Blair. Y es Michael Sheen —que ya había encarnado al Primer Ministro en The Deal, telefilme escrito por Peter Morgan y dirigido por Frears—, quien siendo la otra cara de la moneda logra que La reina sea todo lo afortunada que es
Eso es lo que creen.
La reina, de Stephen Frears, parece tomar para la parodia a la familia real —el duque Felipe de Edimburgo, po el príncipe consorte, personificado por James Cromwell, el dueño de Babe, el chanchito valiente, o el mismísimo príncipe Carlos, en una composición ajustadísima de Alex Jennings—, pero cuando la muerte de Lady Di comienza a pegotearlos, la mirada del director de Relaciones peligrosas es igual de incisiva pero casi sin lugar para las bromas.
Lo que el realizador de Ropa limpia, negocios sucios reconstruye es la relación de Isabel I, que odiaba a más no poder a la mujer que se separó de su hijo Carlos, con el primer ministro. Y cómo Blair, un laborista que se supone debería estar en contra del protocolo y todo lo que conlleva la familia real, pasa a ser un personaje gravitante a la hora de salvar a la reina y sus adláteres de caer en desgracia... y terminar con la monarquía.
Qué hace que La reina sea una película entretenida, por más que el espectador ya sepa de antemano cómo terminó esa semana que separa la muerte accidental de Lady Di en París con su fastuoso funeral en Westminster, con Elton John, Tom Cruise y más estrellas de Hollywood que reyes y soberanos del mundo, es una cuestión simple. Frears no contrapone a Blair e Isabel, si no que los empata. El laborista es retratado en su hogar y con su grupo de asesores como un hombre común racional, con gran sentido común y hábil político. Isabel no tiene ninguna de estas dos condiciones, y sabe reconocer que, a medida que los diarios le pegan más y más por su terquedad —no quería un funeral ostentosos porque Diana ya no era miembro de la familia real— debe dar el brazo a torcer. Con todo el dolor que esto le implica a los Windsor.
Si Helen Mirren es casi idéntica a Isabel no sólo es mérito de la genética o una peluca bien puesta. Mirren la compone minuciosamente, y es un auténtico deleite verla en acción en sus contradicciones, y sobre todo en los contrapuntos telefónicos con Blair. Y es Michael Sheen —que ya había encarnado al Primer Ministro en The Deal, telefilme escrito por Peter Morgan y dirigido por Frears—, quien siendo la otra cara de la moneda logra que La reina sea todo lo afortunada que es