24 noviembre 2006

El viaje de Chihiro

Desde hace ya muchos años, Hayao Miyazaki es uno de los referentes a seguir en la animación japonesa. Perdón: es el referente a seguir en la animación japonesa. Animador, productor, guionista y director, Miyazaki ha establecido una marca de la casa reconocible en todos sus productos, y gracias a sus obras el estándar que los occidentales esperamos de la animación japonesa es, si cabe, más alto a cada nuevo producto.

Las películas de Miyazaki están muy, muy lejos del grueso de la animación nipona. Por encima de corrientes y modas pasajeras, Miyazaki utiliza su cine como vehículo de historias y las historias como vehículos de mensajes, sin permitir jamás que la forma en la que se cuenta la historia (la animación) predomine por encima de la historia que se está contando. Alejado de sonidos y furias visualmente impactantes, pero ulteriormente vacías (y se puede citar como ejemplo la enormemente sobrevalorada Evangelion); el cine de Miyazaki es ante todo y sobre todo eso: Cine. Con mayúsculas. Cine que puede perder la odiosa coletilla de animación (odiosa cuando se emplea como elemento separador y marginativo), cine que puede codearse con cualquier otro tipo de cine en igualdad de términos, e inflarse a ganar festivales en todo el mundo, como el prestigioso Oso de Oro de Berlín y el Oscar a la mejor película de animación. En su última película, El viaje de Chihiro, Miyazaki vuelve a demostrar todo lo anteriormente dicho.

Partiendo de una historia aparentemente simple, Miyazaki nos regala una preciosa fábula sobre una Búsqueda, con todas las connotaciones clásicas: de rito iniciático y pérdida de la inocencia, de primer amor y de los esfuerzos en conservar la propia identidad en medio de un entorno cambiante.

Chihiro es una niña de unos diez años que, acompañada de sus padres, se dirige a su nuevo hogar. En el camino el padre se extravía y, después de empecinarse en hacer subir el coche por un auténtico camino de cabras, llega a la entrada de un extraño túnel en medio de un claro del bosque. A pesar de la negativa de Chihiro, a quien el túnel le da miedo, los padres se internan en él, para descubrir al otro lado lo que el padre describe como un parque temático abandonado.

Cuando están explorando el parque los padres encuentran un tenderete lleno de comida recién hecha, y se ponen a comer como si la vida les fuera en ello. Y parece que así era: cuando Chihiro vuelve de un pequeño paseo, encuentra que sus padres se han convertido en dos inmensos cerdos, y ella huye aterrorizada. Chihiro se da cuenta de que ya no está en Japón, sino en una tierra mágica con sus propios habitantes y reglas, reglas que Chihiro deberá conocer y seguir escrupulosamente si quiere regresar a su casa.

Y es este planteamiento argumental, tan aparentemente simple, el que da pie al tour de force maravilloso que es El viaje de Chihiro. Se nos va desgranando la aventura poco a poco, mediante una historia de pulso lento pero encomiablemente sostenido, de un simbolismo irresistible. Los espectadores vamos conociendo las reglas y los habitantes de este mundo mágico al mismo tiempo que Chihiro, quien comprende muy rápidamente que debe espabilar si quiere sobrevivir a este viaje al otro lado del espejo. En concreto, Chihiro comprende que debe hacer lo que jamás ha necesitado: trabajar para ganarse la vida, como sirvienta en el balneario de los dioses, regentado por la bruja Yubaba (¿quizá un homenaje a la mítica Baba-Yaga?). Por si eso fuera poco, la bruja le ha robado el nombre y, si quiere regresar a nuestro mundo (y rescatar a sus padres), debe recuperarlo. Mientras tanto, será conocida por los habitantes y empleados del balneario como Sen. La transformación se hace evidente: Sen es una niña responsable, valiente y trabajadora; en contraposición a la egoísta y despreocupada Chihiro. No deja de ser irónico, y simbólicamente delicioso, que todo cuanto Sen aprende del mundo de los kami lo empleará en abandonarlo, que cuanto más afianzada se encuentra Sen en su mundo, más cerca está de convertirse en Chihiro nuevamente y abandonarlo para siempre.

¿Qué decir de la animación? Como todo lo que sale del afamado Estudio Ghibli, es una obra maestra, tanto en lo relativo al estudio de personajes como en fondos y paisajes, y la misma animación de dichos personajes (la expresión facial de Chihiro). Sin embargo, otra exposición de la mera (y más que demostrada) destreza técnica del Estudio Ghibli no haría ni el más remoto asomo de justicia a la fuerza, la belleza y el simbolismo que destilan la gran mayoría de las escenas de la película: desde el tren con los raíles sumergidos y los fantasmales pasajeros hasta el dragón oriental perseguido y devorado en vuelo por pajaritas de papel origami, pasando por la transformación en cerdos de los padres de Chihiro, el amigo fantasmal de Sen y su espeluznante ataque de gula, la transformación de Yubaba, el maquinista del balneario,...

En resumidas cuentas, Hayao Miyazaki lo ha vuelto a hacer: El viaje de Chihiro es una obra maestra del cine. Cine a secas, sin más adjetivos. Siento ser reiterativo, pero creo que es el mejor cumplido que modestamente le puedo hacer a la que muy posiblemente sea la mejor película, sin barreras de géneros o nacionalidades, estrenada en cines en el 2001.