29 abril 2007

La Vida de los otros

La intromisión en las vidas ajenas, para peor, por parte de funcionarios del Estado, es uno de los muchos temas que aborda esta gran realización, que llamativamente es la opera prima del alemán Florian Henckel von Donnersmarck. La confianza, el deseo, la amistad, el temor de ser abandonado, la utopía, la libertad, la presión de un gobierno y la creación artística son otros más.

La Stasi era la policía secreta de Alemania Oriental, antes de la caída del Muro en Berlín. Gerd Wiesler (un impecable Ulrich Mühe) se gana la vida desconfiando de ajenos. Escucha, observa, vigila, espía. Le encomiendan un caso. Uno más para entretenerse entre su vida chata, un caso para dosificar su existencia abúlica, y entre su encuentro con una prostituta, que ni siquiera consigue arrancarle una sonrisa. Wiesler no sonríe en ninguna toma de los 137 minutos que dura La vida de los otros.

Debe instalar micrófonos en el departamento de un "héroe" artístico, un autor teatral leal al régimen, pero a quien alguien quiere investigar. Pronto se sabrá el por qué: su novia, actriz, es amante de un jerarca. Wiesler hace su trabajo con frialdad —como Harry Caul, el personaje de Gene Hackman en La conversación—, hasta que escucha algo que lo descoloca.

Desde ese momento, el espía podrá cambiar el devenir de los vigilados —y de otros—, ocultando datos en el informe que debe subir a su ¿amigo?, ex compañero de estudios, hoy convertido en figura política en el ámbito de Cultura.

La vida de los otros tiene un ascetismo que linda con lo dramático. A Wiesler uno lo mira con mala cara desde la primera escena, ya que Georg Dreyman y Christa-Maria Sieland son los buenos de la película, los rebeldes —sobre todo él— en un mundo de opresión.

Florian Henckel von Donnersmarck acierta en muchos aspectos. Uno, fundamental, es en no dar más información que la necesaria para conocer a los personajes. Otro, mostrar una Berlín del Este desierta en sus calles, de día y de noche, lo que acrecienta la sensación de opresión, ostracismo.

Ulrich Mühe y Sebastian Koch, ambos de Amén, de Costa-Gavras, logran que el espectador sufra a cada instante. Si ambas actuaciones son soberbias, la del espía sobresale. Casi no gesticula, pero lejos de ser un robot, Mühe expresa sus sentimientos contrariados de manera vibrante, en este filme imprescindible, por sus implicancias y sus múltiples miradas sobre lo peor de la condición humana. Impresionante