Madagascar
Cuatro personajes de lo más estrafalario -el carácter de estrafalario se lo da justamente su larga permanencia en el zoológico de Nueva York: están acostumbrados a la vida fácil, han dejado atrás cualquier atisbo de salvajismo: son buenos civilizados-: una cebra puertorriqueña, un león ególatra, una jirafa neurasténica y una hipopótamo hiperprotectora, se ven envueltos en una extraña peripecia que les dejará librados, gracias a los servicios de un comando militarizado de pingüinos, en tierra de nadie, o más concretamente, en la isla de Madagascar. Una isla poblada de lémures danzarines, gobernada por un rey considerablemente tronado y que monta una juerga cada día.
Así contada, Madagascar se diría una simpática película de animación para los más pequeños de la casa, con chistes pasablemente complicados para que los entienda también el adulto que los lleva al cine, y listo. En realidad, es más y menos que eso: es una película excesivamente discursiva, con chistes demasiado localistas y una lectura, digamos, de fondo cuanto menos discutible.
Porque lo que plantea esta peripecia aparentemente intrascendente, ligera como todas las que están pensadas para los más pequeños, no es otra cosa que el abandono de toda tentación de libertad que pudieran tener los protagonistas y su apasionado abrazo a la privación de movimientos: ante la disyuntiva de regresar a un lugar en el que los alimentan y la tendencia a dejarse llevar por los instintos termina venciendo el regreso a la jaula. O dicho de otra manera, que vivan las cadenas.
Pero esta lectura es en el fondo lo de menos. Porque lo peor de Madagascar no es su ideología, sino su incapacidad para resultar entretenida. A pesar de algunos momentos chistosos y de su buen arranque, los agotadores discursos de los personajes terminan haciéndola larga, interminablemente aburrida. Avisados quedan.