Caso 39 podría haber sido original, revulsiva, y al menos en su elección argumental lo es: la violencia de padres sobre hijos suele tener menos prensa que la de género y víctimas aun más indefensas. En la apertura del filme, el alemán Christian Alvart despliega esta problemática y, a mitad de partida, practica un enroque imprevisto entre atormentados y atormentadores. Desde allí, intenta combinar el terror "familiar" -lo cotidiano cuando se vuelve extraño- con el sobrenatural, menos eficaz. Logra, sobre todo al principio, pasajes de suspenso y de horror psicológico. Después, abusa del cine de fórmula: hasta que todo atisbo de originalidad se desvanece.
Renée Zellweger interpreta a una asistente social -agotada, escéptica, un tanto anestesiada por la rutina- que de pronto siente una empatía especial con una nena de diez años (gran trabajo de Jodelle Ferland) a la que intuye maltratada por sus padres. Los niños, en esas situaciones (que corren el riesgo de repetir de adultos), no suelen tener el beneficio de la palabra ni la opción de la ruptura de lazos: el personaje de Zellweger intenta suplir esas imposibilidades ajenas. Pero su propia historia de vida, no muy feliz, hace que todo sea más complejo.
Un giro posterior, que dará vuelta la trama, ubicará a los adultos en situaciones de horror ante niños: en algún momento veremos a Bradley Cooper, en el papel de un psicólogo, y a la propia Zellweger jaqueados -aterrados- por pequeños. En el caso de ella, al punto de una transformación violenta. Es una pena que la inclusión de elementos diabólicos, y la utilización de recursos muy transitados en el género, vayan haciendo cada vez más previsible al filme. Y que terminen por adueñarse de él.
Un caso de posesión, pero cinematográfico. Es evidente que la incursión norteamericana le quitó espíritu innovador a Alvart. Y que su decisión -¿temerosa, obligada?- de mezclar clichés de distintas ramas del cine de terror le anuló las chances de ir a fondo con la violencia familiar ejercida sobre niños, una cadena más temible que el demonio. La (oscura) idea de que sólo pueden causarnos un mal extremo aquellos que amamos
Renée Zellweger interpreta a una asistente social -agotada, escéptica, un tanto anestesiada por la rutina- que de pronto siente una empatía especial con una nena de diez años (gran trabajo de Jodelle Ferland) a la que intuye maltratada por sus padres. Los niños, en esas situaciones (que corren el riesgo de repetir de adultos), no suelen tener el beneficio de la palabra ni la opción de la ruptura de lazos: el personaje de Zellweger intenta suplir esas imposibilidades ajenas. Pero su propia historia de vida, no muy feliz, hace que todo sea más complejo.
Un giro posterior, que dará vuelta la trama, ubicará a los adultos en situaciones de horror ante niños: en algún momento veremos a Bradley Cooper, en el papel de un psicólogo, y a la propia Zellweger jaqueados -aterrados- por pequeños. En el caso de ella, al punto de una transformación violenta. Es una pena que la inclusión de elementos diabólicos, y la utilización de recursos muy transitados en el género, vayan haciendo cada vez más previsible al filme. Y que terminen por adueñarse de él.
Un caso de posesión, pero cinematográfico. Es evidente que la incursión norteamericana le quitó espíritu innovador a Alvart. Y que su decisión -¿temerosa, obligada?- de mezclar clichés de distintas ramas del cine de terror le anuló las chances de ir a fondo con la violencia familiar ejercida sobre niños, una cadena más temible que el demonio. La (oscura) idea de que sólo pueden causarnos un mal extremo aquellos que amamos