La isla siniestra no plantea, como tantos thrillers , un rompecabezas de esos que invitan al espectador a poner en juego sus habilidades de detective y tratar de descubrir por vía racional, mientras la acción transcurre, el enigma que sólo se descifrará al final. Se trata más bien de otro tipo de trama intrigante: aquella que zigzaguea constantemente, aconseja no confiar demasiado en nada de lo que se ve y pide paciencia para aguardar el sorpresivo giro que traerá el desenlace revelador. El problema, en estos casos, está en determinar si el impacto de la sorpresa justifica o no tanta espera. Habrá opiniones divergentes. Entre la aventura actual que vive el protagonista -un alguacil que ha sido enviado en misión oficial para investigar la desaparición de una paciente en una isla-colonia psiquiátrica de Nueva Inglaterra- y las afiebradas alucinaciones que lo aquejan y que tienen que ver con trágicos acontecimientos de su pasado, es difícil establecer dónde empieza lo real y dónde el delirio. Tal ambigüedad, que -puede sospecharse- Scorsese habrá querido utilizar también para interrogarse sobre las borrosas fronteras de la realidad, es la que alimenta el suspenso de su film, concebido como homenaje al cine negro de los cincuenta (la historia transcurre en esos años), pero también al viejo terror de clase B con sus personajes tenebrosos, su horror psicológico y sus fundamentos vagamente psicoanalíticos.
La novela de Dennis Lehane le proporcionaba todos los elementos necesarios: una isla escarpada, muy poco accesible y azotada por todos los vientos; en ella, un viejo fuerte de la Guerra Civil reciclado como hospital para enfermos mentales con antecedentes criminales; un misterioso faro; pacientes que vagan por parques y corredores como zombies rigurosamente custodiados por una multitud de enfermeros; científicos que ensayan nuevas terapias, y por todas partes la memoria fresca del horror nazi y sus experimentos médicos y la paranoia creciente de los años de la Guerra Fría. De la historia que se desarrolla a partir de la llegada del alguacil (DiCaprio) y su colega (Mark Ruffalo) poco puede decirse sin correr el riesgo de revelar lo que debe ignorarse.
La novela de Dennis Lehane le proporcionaba todos los elementos necesarios: una isla escarpada, muy poco accesible y azotada por todos los vientos; en ella, un viejo fuerte de la Guerra Civil reciclado como hospital para enfermos mentales con antecedentes criminales; un misterioso faro; pacientes que vagan por parques y corredores como zombies rigurosamente custodiados por una multitud de enfermeros; científicos que ensayan nuevas terapias, y por todas partes la memoria fresca del horror nazi y sus experimentos médicos y la paranoia creciente de los años de la Guerra Fría. De la historia que se desarrolla a partir de la llegada del alguacil (DiCaprio) y su colega (Mark Ruffalo) poco puede decirse sin correr el riesgo de revelar lo que debe ignorarse.
Scorsese saca buen partido del material, pone al servicio de la historia su talento para traducir en imágenes y sonidos el clima de perturbadora incerteza que la gobierna y vigila la solidez de la construcción, que admite unos cuantos flashbacks -quizá demasiados- en los que cabe algún toque surrealista. Por cierto, hay más grandilocuencia que sutileza: no podría esperársela teniendo en cuenta el cine que toma como referencia, pero el relato, aun con su frialdad, se sigue con interés, al menos hasta el desenlace. El énfasis en la banda sonora y la intensidad que se busca en la interpretación resultan más de una vez excesivos. En cambio, son admirables los aportes de Dante Ferretti en el diseño de producción y de Robert Richardson en la fotografía.