Aunque la obra de Ang Lee desconozca afortunadamente los problemas de adaptación y la impostura, siempre resulta curioso para el que sigue su cine que el inteligente y penetrante vagabundo retorne a sus chinas raíces, a esas señas de identidad expresadas inmejorablemente en comedias memorables como Comer, beber, amar y El banquete de bodas.
El título de este retorno es Lust, Caution y resulta muy explícito sobre lo que nos va a contar, una densa y perturbadora historia sobre el riesgo mortal de frecuentar los volcanes, de que los espasmos de la carne y de la pasión se impongan a las obligaciones que dicta el cerebro. Ambientada en la China de 1938, ocupada por el ejército japonés, describe inicialmente la dolorosa pérdida de la inocencia de un grupo de estudiantes patriotas dispuestos a cargarse a un poderoso colaboracionista y que descubren el irreparable desgarro emocional que implica matar a un ser humano, el vértigo que acompaña al paso de la revolucionaria teoría a la siempre trágica ejecución. El largo arranque de Lust, Caution retratando la iniciación en la conjura y en la violencia de esos idealistas con hambre de acción, se hace ligeramente moroso y puede desanimar al espectador sobre lo que puede dar de sí el amenazador metraje de 160 minutos, pero hay una secuencia que te despierta y te revuelve. Ang Lee se empeña en describir con realismo minucioso y estremecedor, sólo comparable en su horror al asesinato del policía y del taxista que filmaban Hitchcock en Cortina rasgada y Kieslowski en No matarás, las innumerables heridas que puede soportar un cuerpo antes de extinguirse.
A partir de ese momento, la historia toma cuerpo y crece. La crónica de esa relación sin futuro, basada al principio en el engaño y de consecuencias imprevisibles, entre esa mujer que debe seducir a su enemigo para tenderle la trampa letal y el villano que se detesta a sí mismo y al que el sexo violento le sirve de catarsis, alcanza una intensidad, una fascinación y una veracidad que asustan y conmueven.
Ese erotismo abrasivo no es fingido, no pretende actuar como reclamo morboso para la taquilla, te hace comprender lo que sienten los personajes, la complejidad de lo que les está ocurriendo, la batalla entre su racionalidad y su deseo. Esa carnalidad desesperada posee tensión y clima, riesgo y autenticidad.
Es una película a la que se le pueden disculpar los baches, ya que te compensa con explosiones de gran cine, con una estética notable, con la enorme capacidad de su director para hacer emocionantes y creíbles los amores más tortuosos y torturados, las flores del mal. A ello contribuye el admirable Tony Leung, hermético, cruel, atormentado y pragmático.