
El viejo Altman, que en febrero cumplió los 81 años, es probablemente una de las voces más críticas de la industria del cine norteamericano y, también, de la política del presidente George Bush. Sin duda, es un maestro que se merece tal honor, como señaló Ganis. Cuestión distinta es saber si la industria de Hollywood es merecedora de tal realizador, por más que en 2006 parezca decidida a lavarse la cara y presentarse ante el mundo con un toque progresista: sus nominaciones más importantes lo son a filmes de vaqueros homosexuales, de periodistas enemigos del paranoico McCarthy, biografías de escritores escandalosos, películas que denuncian el comportamiento de la CIA en Irak, historias de transexuales o sobre las dificultades de enterrar a mexicanos ilegales asesinados por guardas fronterizos... Hasta Spielberg se ha convertido en chivo expiatorio de los judíos más reaccionarios y parece ser que Harrison Ford se distancia de los papeles de impecable héroe de las barras y estrellas. Y en esa renovación académica después de tanta demagogia y servilismo, Hollywood decide acoger con todos los honores a uno de sus grandes hijos pródigos.

Nadie que aprecie la ironía y posea un sólido bagaje cultural suele comulgar con ruedas de molino. Durante el rodaje en Canadá de la superproducción Buffalo Bill y los indios, Altman tenía frecuentes crisis: no entendía la actitud del productor, que le insistía en que gastara más dinero. Hubo secuencias en las que utilizó simultáneamente hasta siete cámaras, pero todo era poco. Descubrió uno de los lados oscuros de la industria: los inversores necesitaban justificar unas pérdidas importantes por razones fiscales. La película fue un fracaso económico y los financieros quedaron encantados. Suponemos que fue entonces cuando comenzó a fraguar una de las críticas a la industria del cine más divertidas y demoledoras: The Player (1991).

En Altman se da también el caso de que posee un extraordinario gusto musical. En eso coincide con gentes como Scorsese o Eastwood. Su último filme, el que dicen los expertos que puede ser su testamento cinematográfico, A prairie home companion, presentado hace una semanas en el festival de Berlín y en el que vuelve a la música country que ya había diseccionado en Nashville, en 1975, es buena prueba de su interés por la música. Como lo fue el recuperar a la espléndida octogenaria Alberta Hunter tras 20 años de silencio para la banda sonora de su producción Remember my name, dirigida por Alan Rudolph en 1978.

El 5 de marzo, la Academia estadounidense del Cine recuperará a uno de los grandes talentos que pudo demostrar su valía a pesar del poder establecido