Las Trillizas de Belleville ya se exhibe en nuestro país.
Escribir sobre Las Trillizas de Belleville no es tarea fácil. En una época en donde las noticias sobre la animación tradicional están enfocadas en la eminente muerte del género (por lo menos en Estados Unidos) debido al tan publicitado anuncio que hizo Disney de que ya no hará más películas de animación hechas a mano para dedicarse por completo a la animación por computadora (me pregunto qué hará Disney en este rubro, ahora que su asociación con Pixar ha concluido), el hablar de una pequeña, extraña y bizarra película francesa cuya animación parece de los años 30 o 40 se convierte en una tarea un poco compleja.
Dirigida por Sylvain Chomet, Las Trillizas… es una cinta más dirigida al público adulto que al infantil, pues maneja temas no muy aptos para la mentalidad de los chiquitines quienes, sin embargo, quedarán atrapados por el oscuro y hasta gótico estilo visual del filme.
La trama nos presenta a Madame Souza, quien ha cuidado desde pequeño a su pequeño nieto Campeón, quien siempre ha soñado con participar en el Tour de Francia de ciclismo y, por supuesto, ganarlo. Durante una competencia de preparación, Campeón es secuestrado por un grupo de mafiosos que se dedican a la explotación de jóvenes, por lo que es llevado a la extraña ciudad de Belleville.
Con el deseo de rescatarlo, Madame Souza y su perro, Bruno, van en su búsqueda de una manera muy poco convencional, topándose con distintos obstáculos en su camino. A la vez, conocen a un trío de veteranas y excéntricas cantantes de vaudeville, quienes en su época de fama y gloria eran conocidas, precisamente, como Las Trillizas de Belleville, quienes se unen al singular grupo con la intención de rescatar al muchacho.
Uno de los puntos más fuertes del filme radica en su poderoso y extraño (por lo menos para los estándares hollywoodenses a que estamos acostumbrados) estilo visual, que por momentos parece haber sido sacado de un cuadro de Dalí, o de una mala pesadilla, o de incluso el Batman de Tim Burton, sin olvidar un poco de influencia de Gerald Scarfe en algunas secuencias que recuerdan a The Wall, de Alan Parker.
En otras palabras, es un delirio visual que combina animación tradicional con algo de computadora, siendo éste recurso poco utilizado. Para hacer aún más evidente el impacto visual del filme (que por momentos presenta largas secuencias sin que ocurra prácticamente nada, lo que obliga al espectador a pensar en qué es lo que va a suceder), Chomet recurre a utilizar prácticamente cero diálogo entre los personajes, dando la apariencia de ser una película muda o semi-muda en la que lo importante es la imaginación de quien la está viendo.
Esto no quiere decir que no exista audio, pues las tonadas de jazz muy en el estilo de los 40 y los sonidos ambientales (el movimiento de la bicicleta, el ladrido del perro, la máquina locomotora, etc.) suplen la carencia de diálogo e incluso enriquecen la experiencia visual.
Por si fuera poco, presenta una muy sutil pero ácida crítica al modo de vida occidental en que vivimos, dejando mal parados a los estadounidenses (quienes físicamente son representados como gordos sin otra cosa que hacer más que comer y comer) e incluso al gobierno francés, pues sus habitantes – entre ellos las mencionadas trillizas del título – aparecen como una sociedad que se alimenta a base de ranas que terminan cocinando de diferentes formas.
Al principio de este texto mencioné que describir un filme de esta naturaleza era un poco complicado, pues es de esos trabajos que no se pueden catalogar en un determinado género específico. Si bien es una cinta animada, el estilo y la atmósfera en que se desarrolla son de una calidad e inteligencia que pocas veces podemos apreciar de este lado del Atlántico, lo que convierte a Las Trillizas de Belleville en una experiencia única que nadie que guste del buen cine se debe perder.